miércoles, 27 de febrero de 2013

LO VIEJO Y LA MAREA




Lo viejo se me está agarrando al carro del porvenir y no me deja avanzar como ciudadano.

Uno intenta variar, adaptarse, convertir lo que no funciona en algo mejorado, en algo eficaz o, como ocurre con la mayoría de los ideales, en algo cuya tendencia sea la perfección.

Cualquiera que lea esto aducirá con rapidez que alcanzar la perfección es un imposible. A lo que yo respondería, sin dudarlo un instante, que, afortunadamente, así es. El camino de la perfección no posee límite alguno y esta cualidad genera, a su vez, otras dos que mejoran la opción: por una parte lo convierte en un estímulo constante y, por otra, lo señala, al menos, como el mejor de los senderos a seguir. Digamos que es la ruta necesaria. Quizá la más dura e intransitable en apariencia pero, con toda seguridad, la única que hace escala en todos los puntos saludables que puede recorrer el devenir de una sociedad.

¿Qué le vamos a hacer? El ser humano no se puede permitir, ni puede lograr, echar el freno a su evolución porque la inteligencia, el don del que tanto presumimos, se lo impide. Otra cosa es anticipar que la evolución que uno sigue, esa senda escogida, es correcta o errónea.

¿Quién lo sabe?

En el experimento de la vida, todo acierto depende del error y viceversa. Podemos considerar apropiado cualquier efecto, cualquier logro tras el ensayo previo, acogiéndonos tan sólo a nuestro presente puesto que desconocemos la trascendencia futura de dicho logro. Con sólo echar un vistazo a la evolución y uso de la energía nuclear, queda más que demostrado cuanto afirmo.

No me equivoco si aseguro que no existe la solución o el fracaso definitivo ante cualquier proyecto o problemática empírica. El aleteo de una mariposa —volando hacia donde no se ha dirigido nunca— puede provocar cosechas donde hoy se despliega el desierto. El efecto contrario de ese aleteo, como sabemos y nombramos a menudo, puede llevarnos al desastre y éste, a su vez, a la salvación del planeta. De hecho, nunca he entendido por qué nos empeñamos en enraizar a ser tan bello únicamente con holocaustos y tragedias.

Entonces, ¿cómo guiarnos si en el universo toda causa provoca un efecto y todo efecto provoca una causa? ¿Cómo caminar mientras la polaridad de la vida se alterna de forma aleatoria, sin sentido alguno?

La respuesta generalizada a esta pregunta la buscamos en la historia. 

En el estudio de los acontecimientos pasados, en lo que se refiere a nuestros actos como especie, hallamos ese devenir de lo acertado y de lo erróneo. Analizándolos podemos concretar, por ejemplo, que la imperiosa necesidad de organizarnos como sociedad nos ha llevado, desde el albor homínido, a legislar, a crear un ordenamiento jurídico por precario que éste fuera. Así nos transformamos en seres políticos aún cuando ni se había filosofado sobre esta propiedad tan humana.

Por las mismas, también se ha de decir, que realizando el mismo análisis, podemos constatar que llevamos equivocándonos, con nuestras leyes y sus efectos, la misma cantidad de tiempo. Desde ese mismo albor hemos metido la pata incesantemente en nuestra búsqueda de la legislación perfecta. Y así seguiremos ya que, por definición, todo cuanto es susceptible de ser interpretado es también imperfecto.

Lo mismo que la ruta de la perfección es una imposición de nuestra inteligencia, la de los acontecimientos insospechados, y constantemente progresivos, es una ruta que nos impone la vida. La segunda engloba a la primera y la modifica sin miramientos. De ahí que no todo aquello que funcionó en el pasado esté obligado a resultar eficaz en el presente. 

Por esta razón digo que lo viejo, hoy, me impide progresar como ciudadano. Y es que, en lo legislativo, nos vemos atados a la comodidad que supone disponer de una especie de biblia que, en teoría, da respuestas a todas nuestras cuitas. Y en ese estadio del progreso reglamentario nos hemos quedado; luchando por no poner en riesgo el consenso que se adquirió en otra época, en la cual, como en todas, los acontecimientos y su progresión eran diferentes a los actuales.

Vemos pecaminoso cualquier intento por modificar lo escrito en ese testamento legal que es la Constitución Española a sabiendas de que cualquier gobierno —presente, pasado y futuro—, lo hará cuando lo crea oportuno. Ya nos ha ocurrido y, sin embargo, no ha dejado huella en nuestra memoria más allá de estar sufriendo, ahora, los efectos de semejantes modificaciones. Recordemos la introducción constitucional del techo de gasto.

Por lo tanto, en el ámbito legal, por mucho que nos cuenten milongas, lo viejo se puede cambiar y rejuvenecer en tiempo récord y, por las mismas, todo se puede actualizar no sólo cuando conviene a los factores económicos sino cuando conviene a las personas en lo anímico y en lo moral.

Es más: puedo asegurar que tanto mis padres como mis abuelos, al igual que tantos padres y tantos abuelos de su generación, votaron un texto sin haberlo consultado y, en muchos casos, sin saber qué quería decir la gran mayoría de los artículos que, a falta de poseerlo impreso en su totalidad, se enunciaban y anunciaban en la televisión de la época; una televisión compuesta de dos canales de los cuales uno de ellos, el UHF, siempre se veía mal. Imaginad a qué tipo de debate y a qué tipo de contraste de la información tuvieron acceso los votantes del texto.

Hablamos de dos generaciones que depositaron un sufragio afirmativo al documento en cuestión por el simple hecho de que Don Adolfo Suarez —que tanto estaba haciendo en favor de España y que era un hombre tan guapo, tan serio y educado—, había dicho que aceptar aquel pacto escrito era positivo para todos. 

Dos generaciones son muchos votos y, desgraciadamente, por circunstancias que todos conocemos, también es mucha ignorancia acumulada.

Desde aquella votación que tanto celebramos yéndonos de puente, se procedió a realizar un simulacro que consistía en que los niños leyesen artículos del documento sacrosanto. Niños ante leyes. Memoria rápida para un olvido aún más rápido. Un cero en comprensión para un examen que la retentiva aprobaba siempre. Lo necesario era garantizar el titular: en las escuelas españolas los niños aprenden la carta magna que nos une a todos. Nada más y nada menos.

Sin duda, todo aquel proceso, resultó beneficioso hace ya treinta y cinco años pero no lo está siendo ahora.

Porque la cuestión es que, en este momento, ya no somos como nuestros padres, como nuestros abuelos, ni como esos niños de la memoria y la carrerilla. Ahora el ciudadano escucha, lee, aumenta su cultura, contrasta, no aborrece la política y participa de ella aunque no vote.

Estoy seguro que la Constitución Española no dará respuestas a muchas cuestiones futuras porque es un texto de un pasado muy pasado, incapaz de contener tanta evolución e involución como vive y sufre esta país dependiendo de cada marea.

De ahí que la necesidad de que sea analizada de forma constante para la detección de errores se antoja imperativa, lo mismo que su desbloqueo para que, de forma pautada y consensuada, sean posibles sus enmiendas.


martes, 19 de febrero de 2013

JUSTOS POR PECADORES

Estamos tontos.

No digo que lo seamos, digo que lo estamos. Todos sin excepción. 

Y generalizo sin miedo a equivocarme por mucho que, últimamente, en cada conversación que he mantenido, la máxima que ha regido las tertulias ha sido la prohibición de ese ejercicio amplio, pero abarcable, que consiste en generalizar.

Se me ha insistido y se me insistirá en que, en lo político, en lo económico y en lo social, no puedo marcarme unas saludables metonimias, hipérboles y sinécdoques, así, tan tranquilamente como lo hago al expresar mi opinión actual.

No puedo etiquetar una idea con el nombre de otra siguiendo el afán complementario que tienen las palabras; no puedo exagerar con la pretensión de crear un mensaje que exprese mis sentimientos (los cuales, he de reconocerlo, nunca han sido ponderados); y, finalmente, no puedo tomar partes y describir con ellas el todo.

Y es que, en esto de la opinión, aparentemente, ya no queda un hueco para la retórica pero, día a día, no cejamos en la construcción del alcantarillado que oculta la demagogia.

Por lo tanto, no puedo expresar mi temor a que este gobierno y estos políticos —propios de aquella España simple y radical que conocimos muchos—, hayan convertido el sueño de país que un día tuvimos tantos, en la pesadilla de país que, aunque en algunos casos sólo sea de forma colateral, sufrirá la totalidad. No puedo afirmar, tampoco, que la gente se está suicidando debido al carácter vampírico, parasitario y deshumanizado de nuestra banca. Y, para colmo y remate, tampoco puedo asegurar que el sistema, al completo, se pudre, es una gusanera, y apesta como el tufo a requesón que delata la gangrena.

Y no me puedo expresar en estos términos porque, al hacerlo, de inmediato me da en los oídos la metralla dialéctica de aquellos que mantienen que exagero, que decir gobierno no significa decir país; que la mayoría de la población abona religiosamente sus cuotas hipotecarias; y que, respecto a la putrefacción del sistema, no todo él está corrompido, que algo se salva, que los derechos del ciudadano aún están garantizados y que, como lo están, no puedo hacer pagar a justos por pecadores.

Pero, tras cada debate, al relajarse la conversación, se me queda activado un sentido terco que, como el martillo de un despertador, golpea repetidamente en el quid de la cuestión.

¿Cómo es que no puedo generalizar? ¿Cómo es que tengo que restringir la amplitud de mi crítica? ¿Cómo es que no puedo subir a esa altura imposible donde colocamos la interpretación de lo abstracto? ¿Cómo es que, en definitiva, no puedo mirar el conjunto, ese dibujo puntillista de una sociedad, esa aritmética de la tendencia, esa media porcentual que engaña al ojo y completa nuestro retrato? 

¿Por qué se me niega esta posibilidad?

Mi hipótesis, para dar respuesta a estas preguntas, mantiene que quien nos exige que no lo hagamos, que no generalicemos, lo único que pretende, en realidad, es colocar un parapeto e impedir que lo identifiquemos por aquello que lo convierte en un ser común en lugar de ser reconocido por aquello que lo distingue del resto de los mortales.

¿A quién le gusta que le hermanen con el conjunto de los vagos, de los antipáticos, de los listillos o de los corruptos?

A nadie.

Deseamos que nuestra identidad a pesar de poder pertenecer a alguno de estos grupos sea clasificada recurriendo a los matices: somos feos pero simpatiquísimos y, además, tenemos un caudal económico excelente. Por lo tanto, manifestamos que no se puede generalizar porque hay variantes: ciertamente, existe el grupo más concreto de los simpáticos feos adinerados.

Pero no nos engañemos. Los feos pertenecen al conjunto de los feos. Otra cosa es que mantengan intersecciones con el conjunto de los antipáticos, con el de los listillos o con el de los corruptos.

Porque el ser humano, desde su nacimiento, se ve integrado en comunidades separadas todas ellas por elementos distintivos cuya predisposición será asociarse con otras comunidades. No podemos negar que el individuo, a lo largo de su vida, logra diferenciarse de los otros elementos del grupo en la medida que se va manchando con las tinturas (experiencias, ideologías, pensamientos y sentimientos) de otras congregaciones.

Nos hacemos más exclusivos cuanto mayor es nuestro grado de intersección con otros conjuntos pero, al mismo tiempo y por la misma razón, nos hacemos más vulnerables a la generalización ya que nuestra exclusividad tiene el precio de la pertenencia a la gama, a cada una de las diferentes asociaciones de las que vamos formando parte.

La realidad nos muestra, por ejemplo, que convivimos gracias a la generalización. Cualquier sistema democrático se sostiene, casi al completo, gracias a esta fórmula globalizadora. En democracia, la mayoría representa a la totalidad a sabiendas de que lo acordado y aceptado nunca satisfará los intereses de todos los votantes.

Es más, dado que se nos ha impuesto un coto económico al acceso a la justicia; que se ha logrado que los derechos particulares salten por los aires; y que el poder judicial encargado de evitar lo general para centrarse en lo individual, en lo específico ha perdido su carácter originario; se han creado dos conjuntos tan delimitados como amplios: el de los que pueden pagar para demandar lo que sus derechos garantizan; y el otro, el de aquellos que no pueden permitirse pagar demanda alguna y que, sin apenas darse cuenta, han perdido ya sus derechos, sus garantías y su libertad.

Por lo tanto, decir que todos somos iguales ante la ley es una generalización que resultaba más que admisible pese a que, hoy por hoy, en nuestro país, sea completamente irreal.

De hecho, seguimos promulgando dicha generalización sin temor a que a nadie se le acuse de lo que se me acusa a mí. 

Y factores como éste hacen que me reafirme en mi derecho a describir lo amplio por sus componentes reducidos; en mi derecho a proclamar que todos, incluso los neutrales, pertenecemos a algún conjunto político; en mi derecho a manifestar que todos, incluso los niños, aceptamos alguna ideología; y en mi derecho a pregonar que cada vez que un político utiliza la defensa del “tú más” nos está diciendo que lo de menos somos nosotros, el resto de los ciudadanos, sin atender a nuestra ideología ni al conjunto político al que pertenezcamos.

En el caso de no continuar luchando por los derechos de esta sociedad; en el caso de abandonarnos a la desidia del “nada se consigue haciendo esto o aquello”; y en el caso de no entender, sin duelo, que los únicos que podrán regenerar este tinglado serán los jóvenes que se nos van no con la herencia sino con lo invertido—, sólo podré afirmar, de forma general, que, en mi país, todos estamos tontos, aunque no lo seamos.

lunes, 11 de febrero de 2013

EL CLAN





No logro comprender ciertas cosas por mucho que presto atención y me esfuerzo.

Leo y visiono todo tipo de discursos, pronunciamientos, editoriales, artículos de opinión y debates políticos. No reniego de ningún medio de comunicación por mucho que su tendencia ideológica no sea afín a los razonamientos que impulsan mi actividad política. Quien me conoce bien pondría en duda que yo atienda, ya de madrugada, a la repetición de informativos, de esos que reciben tal calificación del mismo modo que la recibe el documento que te explica las características de un coche. Esa gente que me conoce no creería que lo hago, que veo esos libelos, pero así es.

Estoy convencido de que es necesario intentar mantener los oídos abiertos a las ideas del otro. Tener miedo a las ideas viene a ser como temer a los fantasmas, a los designios de la cartas del tarot o a la bolita que salta de número en número cuando gira la ruleta. 

La vida del más allá pululando por los pasillos del más acá; lo predestinado impregnando las cartas arcanas de un vidente televisivo; o la suerte, esa combinación aleatoria a la que nos aferramos todos y a la que, en secreto, solicitamos más favores que a cualquier otra divinidad; no son factores temibles salvo cuando colman el intelecto e impiden la llegada de nuevas posibilidades razonables.

Lo verdaderamente temible es la actitud radical ante la idea y la creencia. Lo debemos reconocer así. La historia nos muestra sobrados ejemplos de los trágicos derroteros que han seguido las sociedades guiadas por un pensamiento exclusivo y excluyente.

En ese laboratorio social que es la manada humana se ha probado con algo más de una decena de fórmulas de gestión y de convivencia. No son muchas si nos planteamos el tiempo que venimos ocupando el puesto de especie dominante. A lo largo de la historia, nuestra inteligencia desarrollada ha sido acomodaticia y ha permitido que la pequeña estructura del clan prepondere sobre la del demos. Así llegamos hasta el inicio del siglo XX sin encontrar experimentos de organización social que pasaran de lo teórico a lo práctico. 

Pues bien, todas esas fórmulas, al fracasar, han dado como resultado una síntesis que se concreta en dos tendencias indiscutibles: la autoritaria y la permisiva.

Hasta la fecha podemos constatar que la tendencia autoritaria termina siempre por corromperse. Los blindajes que la sustentan se oxidan, se carcomen y su férrea resistencia a la idea alternativa se hace porosa. Es entonces cuando surgen movimientos y convulsiones que buscan lo permisivo y que, con raras excepciones, concluyen en guerras civiles y en un absurdo derramamiento de sangre. No hay nada de inteligente ni de desarrollado en una evolución a tiros. En los tiros hay mucho de instinto y de animalidad.

Sin embargo, la manada humana ha luchado, lucha y luchará por lograr que la tendencia autoritaria se transforme en permisiva ya sea de una forma inteligente y desarrollada o de una forma instintiva y animal.

Porque de lo singular a lo plural, de lo individual a lo colectivo, hemos entendido que cuanto más ampliamos las opciones del ciudadano —sus derechos—, mayor es su eficacia dentro del engranaje comunal. Hemos aceptado que dentro de lo plural siempre se encontrará lo singular, que lo colectivo atiende a lo individual y que la reciprocidad entre ambos conceptos es sumamente beneficiosa. De ahí que las que hemos dado en llamar sociedades evolucionadas se hayan determinado por un modelo de organización que, con sus múltiples variantes, pretende garantizar la convivencia de lo particular con lo general.

Por esta razón aceptamos la democracia como receta de coexistencia. Admitimos que tiene sus errores —el sistema no es perfecto puesto que el individuo tampoco lo es—, del mismo modo que deberíamos admitir que podemos mejorarla y que todo requiere un proceso primitivo de ensayos, pruebas erróneas y aciertos.

Y este es el motivo, tal como anunciaba al principio, por el cual no logro comprender ciertas cosas que están ocurriendo en España y, ya de paso, en Europa.

No comprendo, por ejemplo, cómo admitimos que los derechos sociales, que con tanto esfuerzo se fueron conquistando, se diluyan en el líquido espeso de esta crisis que padecemos. La mayoría de ellos, utilizando un razonamiento moral y políticamente simple, poco o nada tienen que ver con factores económicos resolutivos.

¿En qué afecta la justicia universal a la solución o desarrollo de la crisis? ¿En qué afecta el derecho a una vivienda digna? ¿En qué afecta la sanidad pública, la educación pública, los derechos laborales, la cobertura social…?

¿En qué y a quién beneficia la degradación de estos pilares?

Que nadie me diga que, después de haber visto aireado todo lo que se está viendo, la motivación de semejante expolio es el ahorro en las cuentas del estado, las cuentas europeas o las cuentas del mundo. Que nadie me diga que la sociedad ha despilfarrado durante una época determinada y, ahora, tiene que pagar por haberlo hecho. La economía, no nos engañemos, también está sujeta a aquella ley de Lavoisier sobre la conservación de la materia cuya máxima se resumía del siguiente modo: “La materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”.

A esa representación de lo material que es el dinero le ocurre lo mismo: se transforma, se revaloriza, cambia de manos, se devalúa. Menos representa a más o más representa a menos. Pero lo representado, la materia en sus infinitas transformaciones, permanece. Se puede ocultar pero no desaparece. Por lo tanto, resulta obvio asegurar que lo que no tiene la sociedad, lo plural, el demos; lo posee lo asocial, lo singular, el clan. 

Muchos somos pobres para que unos pocos sean ricos.

Insisto: la riqueza, al igual que la materia, se puede ocultar pero no puede desaparecer. Por lo tanto no queda otra que afirmar que nuestro supuesto despilfarro, el de la sociedad en su amplio espectro, ha hecho rico a ese conjunto singular y reducido que es el clan.

Entonces… si esa clase privilegiada se enriquece gracias a nuestro consumo derrochador ¿cómo es que hemos entrado en crisis? ¿Cómo ocurre que esa clase no sigue incentivando el flujo económico que la hace prosperar?

Partiendo de este planteamiento se me acumulan las preguntas:

¿Por qué se deben recortar los presupuestos estatales para sanear cuentas que se nutren del esfuerzo del contribuyente? ¿Por qué está roto el círculo cerrado de producción en el que la hacienda crea proyectos, genera empleo, el trabajador percibe un sueldo y, por ende, paga sus impuestos repercutiendo en la mejora del estado de las cuentas públicas? ¿Por qué debe sufrir el ciudadano ese hostigamiento, intrínseco en la filosofía del ahorro, si, total, mediante esa filosofía, el clan merma su dominio económico y no logra generar cambios estructurales que, sin lugar a dudas, serán positivos para sus arcas?

La respuesta se me hace tan sencilla como terrible:

El clan ya no busca la riqueza o, mejor dicho, ya no busca únicamente su enriquecimiento.

Y no lo hace porque la riqueza, como tantas otras cosas, pierde su valor cuando no es exclusiva ni excluyente. Para volver a serlo, el clan ha decidido cerrar el grifo. Ha construido una presa en la fluctuación natural de la economía, en una sociedad capitalista, y ha resuelto emular al terrateniente tejano prohibiendo que el ganado de los demás vecinos abreve en el río que pasa por sus tierras.

El clan ya no quiere ser más rico, quiere que los demás nunca lleguen a poseer su estatus; está harto de la democracia, de lo que juzga a todos por igual, sana a todos por igual, educa a todos por igual y de lo que otorga derechos a todos por igual.

Ante una sociedad adormecida, ante una sociedad que teme perder los bienes que tanto esfuerzo le ha costado conseguir, ante una sociedad educada con valores morales que la alejan de sus instintos, y ante una sociedad que no recuerda que su mayor posesión son sus derechos; el clan ha visto, hoy más que nunca, su oportunidad para restablecer su tendencia autoritaria.

Paso a paso, camuflando su ataque entre terminologías, entre congresos europeos y entre praderas donde puede pacer tranquilamente la manada humana; el depredador avanza.

Y no consigo comprender por qué, siendo tantos, siendo una mayoría de gacelas, elefantes, búfalos y algún que otro ñu; no logramos detenerlo.

Debe ser que no me he informado lo suficiente o que debería ver más documentales de la 2.

domingo, 3 de febrero de 2013

LO INHABITABLE




Lo de escribir la opinión de uno, cada siete días, resulta ser un asunto saludable, práctico y estimulante.

Aquel que publica semanalmente no se ve atrapado en la vorágine de lo diario; en el exhibicionismo de los conocimientos a bote pronto; en la premura de la noticia que, al ser redactada en tiempo récord, lejos de mantener la neutralidad sobre los hechos, deja asomar nuestro punto de vista parcial.

Quien, como digo, puede pensar, escribir y publicar semanalmente; adquiere perspectiva sobre lo acontecido y su juicio de valor es más certero. Por eso me siento cómodo publicando esta bitácora primeriza una vez a la semana. Sé que de este modo opino sin estar enfurecido, sin el cabreo que genera vivir con la noticia anudada al cristal de las gafas, persiguiéndote en el autobús, en el taxi, en la conversación del amigo y del enemigo.

Porque una cosa es que las noticias sean pésimas y, otra muy diferente, es que las noticias pésimas te persigan. Cuando te persiguen las malas noticias no existe manera de esquivarlas. Ya te ocultes en un iglú ártico o ejerzas de anacoreta en un monasterio nepalés; los malos comunicados terminan por encontrarte.

De manera que esta semana el pesimismo ha dado con mi paradero. Día tras día, noticia tras noticia, injusticia tras injusticia; me ha sido imposible sortearlo. Ese factor de desanimo ha finalizado su labor con la construcción de un pandemónium, vergonzante, cuyo punto más elevado lo ha coronado la declaración leída, (sin preguntas, sin respuestas y desde un monitor que recordaba la imagen desoladora del Gran Hermano orwelliano), del presidente del gobierno español haciendo referencia a los archiconocidos "papeles de Bárcenas".

Dado que, por una serie de idas y vueltas de mi profesión, me he visto en la tesitura de realizar campañas audiovisuales para dirigentes políticos; y dado que esto implica tratar con ellos, escribir para ellos o trabajar con sus asesores, con esos leales mercenarios, encargados de proteger las palabras de los líderes de sus peores enemigos, es decir, de los pensamientos propios; puedo asegurar que me conozco el paño.

Sé lo que significa que, en medio de semejante pantomima, el actor principal se retrasase en no menos de una hora sobre lo previsto y anunciado; sé lo que significa que este gobernante nuestro manejase unos papeles con su discurso impreso y que, en definitiva, lo leyera; sé lo que significa que explicase el motivo de la lectura, que transmitiese tics nerviosos propios de un mal jugador, que esquivase los nombres claves, que tirase de argumentario interno, que lo camuflase entre tropos... y, como colofón, sé lo que significa que diese paso a unas preguntas que nadie, salvo sus ministros, barones y ministrables, iba a poder realizar.

Y lo que significa es muy simple y obvio: se tiró de estrategias de comunicación.

Es lo habitual y a nadie debe sorprender salvo por un detalle que diferenció la estrategia del sábado de cualquier otra empleada con anterioridad. La estrategia que se empleó el sábado, fuera de la forma que fuese, no podía fallar, debía proteger todos los flancos del presidente y los flancos de todos sus hombres y mujeres allí sentados, en esa junta ejecutiva donde apenas acertaban a mirarse entre ellos.

Para que la estrategia cumpliese sus objetivos, dio lo mismo el retraso, dio lo mismo lo criticable que sea que el presidente de España hable desde un plasma de televisión, dio lo mismo que el actor se sintiera marioneta y que, conteniendo las palabras que deseara decir, se le escapasen contracciones gestuales involuntarias; dio lo mismo que ese hombre, aferrado a la presunción de inocencia, fuese inocente en realidad. Por si acaso, la táctica debía blindar la intervención. Lo declarado debía ser infalible. Ya se tuviera que ensayar mil veces la lectura del guión, la estrategia debía funcionar. Estaba en juego algo a lo que sí hizo referencia el presidente en su señuelo: la habitabilidad del país.




Al leer y no responder, la estrategia marcó camino y no se detuvo en filtro cerebral alguno.

Se lee, por tanto, con contundencia, sin dar tiempo a las dudas ni a las malas pasadas de los nervios. Se lee de forma mecánica y estudiada, siguiendo la batuta del asesor que en los ensayos marca una repetición y un énfasis en determinados conceptos. "Es falso", repitió el presidente con una vehemencia poco acostumbrada en él.

Incido en este factor porque Mariano Rajoy, para referirse al peligro que se cierne sobre España, en el supuesto de llegar a saberse algún día la verdad, leyó algo que sólo se le puede ocurrir a un buen escritor, experto en comunicación política, y se expresó como un consumado orador. Y este presidente no es ni lo uno ni lo otro. Para dar fe de ello tan sólo tenemos que recordar el memorable episodio durante la entrevista con Pedro J. Ramírez y aquel hecho "notable".

Y así, imperceptiblemente, se puso en peligro toda la estrategia diseñada para salvar la cara y las partes pudendas de los integrantes de la cúpula del partido. Sus asesores debieron estimar que resultaba bastante improbable que, dada la gravedad del momento, alguien atase los cabos entre lo dicho y el factor humano que define a quien lo dice. Pero, por si las moscas, por si alguien se siente intrigado y desea mirar donde no se debe, se crea un acceso secreto, se coloca una estantería giratoria para cubrirlo y se deja a la vista el libro que la activa.

Se ha de decir que los que nos dedicamos a cosas de éstas (todo es marketing al fin y al cabo), no somos infalibles y cuando culminamos una campaña encendemos mil velas, o nos tomamos mil copas, o no dormimos, muertos de miedo por si la cosa esa, la táctica que hemos inventado, al final, no funciona.

Es sencillo de entender: el trabajo de los estrategas políticos, pese a quien pese, son los planes de batalla y, por más vueltas que se les dé, los planes siempre tienen puntos flojos. Por esta razón los estrategas crean planes B, pasadizos y subterfugios con los que intentar evitar lo impredecible. Pero lo impredecible adquiere su cualidad por esa pelea eterna con lo probable y, también por esta razón, los estrategas asumen que alguna de sus defensas puede fallar. No saber cuál, les lleva a las mil velas, a las mil copas, o al insomnio, antes de que todo se ponga en marcha. Es aquel momento antiguo del padre aguardando en la sala de espera a que nazca su hijo. Insoportable a buen seguro, pero igualmente maravilloso si todo sale bien.

Por eso, en ocasiones, cuando un punto flaco es enorme, y los asesores quieren solucionarlo cuanto antes, la mejor defensa es la exposición del fallo. En este caso, decir que algo se está leyendo para no pronunciar una palabra más alta que otra, como hizo Rajoy, es un ejemplo claro de lo que digo: es reírte el primero de tu fealdad para que nadie se ría de ella, es un camuflaje ante las miradas y oídos de todos, es cristal dentro de un cubito de hielo.


Existen latinajos que nos explican que una excusa no pedida es, en sí, un reconocimiento de culpa. Pero la realidad es otra si llegas a tu exposición con seis agujeros en el blindaje y quieres disimular el más grave, el que evidencia lo que está ocurriendo más que ninguna otra cosa. Más allá del plasma, más allá de la ausencia de preguntas, más allá de la argucia de una nueva conspiración; lo que había que ocultar el sábado pasado, a toda costa, era el hecho escueto de que el presidente de España estaba leyendo. Y bien que lo lograron. La sociedad y los periodistas están tan acostumbrados al "formato" que nadie ha destacado este hecho como algo a tener en cuenta y, por lo demás, entre los televidentes a los que he preguntado, la lectura del presidente me la calificaron como algo normal. Me atrevería a asegurar que nadie vio nada raro en esa acción. En otras sí, pero en esa no.

Objetivo cumplido.

Pues bien, como un mago dotado de esa varita mágica que era su guión, el presidente del estado español acusó a toda la oposición de no respetar la presunción de inocencia, imprescindible para todo ser en tela de juicio. No contento con esto, también acusó a la oposición de estar a punto de lograr que nuestro país fuera inhabitable.

Esa palabra, inhabitable, la leyó con todo el mal que encierra. Esa palabra, bien lo saben nuestros mayores, no la puede pronunciar un presidente demócrata porque significa lo que significa. Pero él la leyó gracias a que un escritor y un estratega la habían vestido con un eufemismo permisivo.

Les ruego que vean una vez más la intervención. Resulta escalofriante atender al mensaje cuando le has quitado el parapeto. Y, pese a todo, debo reconocer que la fórmula empleada es una obra de arte.

En mi profesión, esa idea, colocada donde se colocó, vale millones. Implica una victoria en el discurso y en la comparecencia. Implica decirle a tus opositores y a la ciudadanía atenta, manifestando en el gesto responsabilidad y preocupación, "si caemos nosotros, caéis vosotros, cae el país y, gracias a esta palabreja, inhabitable, que va a escuchar tanta gente, la culpa va ser de aquel que nos acuse, de aquel que mueva un dedo para airear trapos que puedan desalojarnos del poder".

Leyó la palabra, la escuchamos, pasamos de largo porque llegaban más palabras; y logró que un miedo etéreo, indefinible, subliminal, nos hiciera pensar que si continuábamos exigiendo la verdad seríamos los culpables de lo inhabitable.

Toda una obra de arte...

Por esta razón, lo más importante para los estrategas, los que escribieron esa palabra en el discurso de Rajoy, era disimular el quid de la cuestión. Piensen esto con serenidad lógica: el día en que el presidente de un país se está jugando la habitabilidad de su estado, tiene que recurrir a una redacción amplia (no a unas notas, no a un esquema) para poder decir la verdad.

Lo diré con más claridad aún: el presidente necesitó una estrategia para ser sincero.

Y es ahí donde se desmonta todo. Porque la verdad es sencilla, es la que es y no otra, no se puede manipular porque entonces es mentira, no es ambigua, es única; y, por tanto, no necesita estratagemas, tácticas, textos, consultores, asesores de imagen, golpes en el pecho o cualquiera de esos elementos que vimos retransmitidos, que nos han mostrado una y otra vez, que han analizado hasta la extenuación en múltiples y orwellianos plasmas de televisión.

Porque la verdad siempre está desnuda y la declaración del presidente de España no es otra cosa que una manta de retales, un búnker levantado con la escoria del ladrillo, un fraude con ánimo de chantaje confeccionado por la mano de un asesor.

Ni Mariano Rajoy ni sus bien pagados consejeros tienen derecho a jugar unas cartas que nadie les ha regalado y que, ante todo, no se pueden comprar. Y este sábado pasado lo hicieron. Las jugaron. Nos negaron la verdad y nos amenazaron mostrando la hipótesis, el farol, de un país inhabitable.

Pero lo habitable no se pone en juego, es nuestro, es de todos... 

De ellos, de las agrupaciones políticas, es la gestión efímera de lo nuestro. Así lo manifiesta el pueblo en las urnas, así lo manifiesta el pueblo mostrando su indignación y sus tragaderas de una forma pacífica y, así, nos toca fastidiarnos por mucho que se nos engañe en las campañas electorales y en el ejercicio de gobierno. Eso es lo demócrata. Eso es lo habitable. Eso es lo que nunca puede ser arma en manos de un político. Eso es lo que, cuando se utiliza en un órdago echado a la ligera, puede dar al traste con toda la partida y es, también, lo que delata a los malos jugadores.

Esa es, finalmente, la estrategia que el presidente y su cúpula decidió utilizar ante un pueblo al que juró servir. Esa es, también, la catadura moral de aquellos que venden lealtad cuando, como al escorpión de la fábula, su carácter los define como mercenarios.

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