Lo viejo se me
está agarrando al carro del porvenir y no me deja avanzar como ciudadano.
Uno intenta variar, adaptarse, convertir lo que no funciona en algo mejorado,
en algo eficaz o, como ocurre con la mayoría de los ideales, en algo cuya
tendencia sea la perfección.
Cualquiera que
lea esto aducirá con rapidez que alcanzar la perfección es un imposible. A lo
que yo respondería, sin dudarlo un instante, que, afortunadamente, así es. El
camino de la perfección no posee límite alguno y esta cualidad genera, a su
vez, otras dos que mejoran la opción: por una parte lo convierte en un estímulo
constante y, por otra, lo señala, al menos, como el mejor de los senderos a
seguir. Digamos que es la ruta necesaria. Quizá la más dura e
intransitable en apariencia pero, con toda seguridad, la única que hace
escala en todos los puntos saludables que puede recorrer el devenir
de una sociedad.
¿Qué le vamos a
hacer? El ser humano no se puede permitir, ni puede lograr, echar el freno a su
evolución porque la inteligencia, el don del que tanto presumimos, se lo
impide. Otra cosa es anticipar que la evolución que uno sigue, esa senda
escogida, es correcta o errónea.
¿Quién lo sabe?
En el
experimento de la vida, todo acierto depende del error y viceversa. Podemos
considerar apropiado cualquier efecto, cualquier logro tras el ensayo previo,
acogiéndonos tan sólo a nuestro presente puesto que desconocemos la
trascendencia futura de dicho logro. Con sólo echar un vistazo a la evolución y
uso de la energía nuclear, queda más que demostrado cuanto afirmo.
No me equivoco
si aseguro que no existe la solución o el fracaso definitivo ante cualquier
proyecto o problemática empírica. El aleteo de una mariposa —volando hacia
donde no se ha dirigido nunca— puede provocar cosechas donde hoy se
despliega el desierto. El efecto contrario de ese aleteo, como sabemos y
nombramos a menudo, puede llevarnos al desastre y éste, a su vez, a la
salvación del planeta. De hecho, nunca he entendido por qué nos empeñamos
en enraizar a ser tan bello únicamente con holocaustos y tragedias.
Entonces, ¿cómo
guiarnos si en el universo toda causa provoca un efecto y todo efecto provoca
una causa? ¿Cómo caminar mientras la polaridad de la vida se alterna de forma
aleatoria, sin sentido alguno?
La respuesta
generalizada a esta pregunta la buscamos en la historia.
En el estudio
de los acontecimientos pasados, en lo que se refiere a nuestros actos como
especie, hallamos ese devenir de lo acertado y de lo
erróneo. Analizándolos podemos concretar, por ejemplo, que la
imperiosa necesidad de organizarnos como sociedad nos ha llevado, desde el
albor homínido, a legislar, a crear un ordenamiento jurídico por precario que
éste fuera. Así nos transformamos en seres políticos aún cuando ni se había
filosofado sobre esta propiedad tan humana.
Por las mismas,
también se ha de decir, que realizando el mismo análisis, podemos constatar que
llevamos equivocándonos, con nuestras leyes y sus efectos, la misma cantidad de
tiempo. Desde ese mismo albor hemos metido la pata incesantemente en nuestra
búsqueda de la legislación perfecta. Y así seguiremos ya que, por definición,
todo cuanto es susceptible de ser interpretado es también imperfecto.
Lo mismo que la
ruta de la perfección es una imposición de nuestra inteligencia, la de los
acontecimientos insospechados, y constantemente progresivos, es una ruta que
nos impone la vida. La segunda engloba a la primera y la modifica sin
miramientos. De ahí que no todo aquello que funcionó en el pasado esté obligado a resultar eficaz en el presente.
Por esta razón
digo que lo viejo, hoy, me impide progresar como ciudadano. Y es que, en lo
legislativo, nos vemos atados a la comodidad que supone disponer de una especie
de biblia que, en teoría, da respuestas a todas nuestras cuitas. Y en ese
estadio del progreso reglamentario nos hemos quedado; luchando por no poner en
riesgo el consenso que se adquirió en otra época, en la cual, como en todas,
los acontecimientos y su progresión eran diferentes a los actuales.
Vemos
pecaminoso cualquier intento por modificar lo escrito en ese testamento legal
que es la Constitución Española a sabiendas de que cualquier gobierno —presente,
pasado y futuro—, lo hará cuando lo crea oportuno. Ya nos ha ocurrido y, sin
embargo, no ha dejado huella en nuestra memoria más allá de estar sufriendo,
ahora, los efectos de semejantes modificaciones. Recordemos la introducción
constitucional del techo de gasto.
Por lo tanto,
en el ámbito legal, por mucho que nos cuenten milongas, lo viejo se puede
cambiar y rejuvenecer en tiempo récord y, por las mismas, todo se puede
actualizar no sólo cuando conviene a los factores económicos sino cuando
conviene a las personas en lo anímico y en lo moral.
Es más: puedo
asegurar que tanto mis padres como mis abuelos, al igual que tantos padres y
tantos abuelos de su generación, votaron un texto sin
haberlo consultado y, en muchos casos, sin saber qué quería decir la gran
mayoría de los artículos que, a falta de poseerlo impreso en su totalidad, se
enunciaban y anunciaban en la televisión de la época; una televisión compuesta
de dos canales de los cuales uno de ellos, el UHF, siempre se veía mal.
Imaginad a qué tipo de debate y a qué tipo de contraste de la información
tuvieron acceso los votantes del texto.
Hablamos de dos
generaciones que depositaron un sufragio afirmativo al documento en cuestión
por el simple hecho de que Don Adolfo Suarez —que tanto estaba
haciendo en favor de España y que era un hombre tan guapo, tan serio y educado—,
había dicho que aceptar aquel pacto escrito era positivo para todos.
Dos
generaciones son muchos votos y, desgraciadamente, por circunstancias que todos
conocemos, también es mucha ignorancia acumulada.
Desde aquella
votación que tanto celebramos yéndonos de puente, se procedió a realizar un
simulacro que consistía en que los niños leyesen artículos del documento
sacrosanto. Niños ante leyes. Memoria rápida para un olvido aún más rápido. Un
cero en comprensión para un examen que la retentiva aprobaba siempre. Lo
necesario era garantizar el titular: en las escuelas españolas los niños
aprenden la carta magna que nos une a todos. Nada más y nada menos.
Sin duda, todo
aquel proceso, resultó beneficioso hace ya treinta y cinco años pero no lo está
siendo ahora.
Porque la
cuestión es que, en este momento, ya no somos como nuestros padres, como
nuestros abuelos, ni como esos niños de la memoria y la carrerilla. Ahora el
ciudadano escucha, lee, aumenta su cultura, contrasta, no aborrece la política y participa de ella aunque no vote.
Estoy seguro que la Constitución Española no dará respuestas a muchas cuestiones futuras porque es un texto de un pasado muy pasado, incapaz de contener tanta evolución e involución como vive y sufre esta país dependiendo de cada marea.
De ahí que la necesidad de que sea analizada de forma constante para la detección de errores se antoja imperativa, lo mismo que su desbloqueo para que, de forma pautada y consensuada, sean posibles sus enmiendas.