No digo
que lo seamos, digo que lo estamos. Todos sin excepción.
Y generalizo sin miedo
a equivocarme por mucho que, últimamente, en cada conversación que he
mantenido, la máxima que ha regido las tertulias ha sido la prohibición de ese
ejercicio amplio, pero abarcable, que consiste en generalizar.
Se me
ha insistido y se me insistirá en que, en lo político, en lo económico y en lo
social, no puedo marcarme unas saludables metonimias, hipérboles y sinécdoques,
así, tan tranquilamente como lo hago al expresar mi opinión actual.
No
puedo etiquetar una idea con el nombre de otra siguiendo el afán complementario
que tienen las palabras; no puedo exagerar con la pretensión de crear un
mensaje que exprese mis sentimientos (los cuales, he de reconocerlo, nunca han
sido ponderados); y, finalmente, no puedo tomar partes y describir con ellas el
todo.
Y es
que, en esto de la opinión, aparentemente, ya no queda un hueco para la
retórica pero, día a día, no cejamos en la construcción del alcantarillado que oculta la
demagogia.
Por lo
tanto, no puedo expresar mi temor a que este gobierno y estos políticos —propios
de aquella España simple y radical que conocimos muchos—, hayan convertido el
sueño de país que un día tuvimos tantos, en la pesadilla de país que, aunque en
algunos casos sólo sea de forma colateral, sufrirá la totalidad. No puedo afirmar,
tampoco, que la gente se está suicidando debido al carácter vampírico,
parasitario y deshumanizado de nuestra banca. Y, para colmo y remate, tampoco
puedo asegurar que el sistema, al completo, se pudre, es una gusanera, y apesta como el tufo a requesón que delata la gangrena.
Y no me
puedo expresar en estos términos porque, al hacerlo, de inmediato me da en los
oídos la metralla dialéctica de aquellos que mantienen que exagero, que decir gobierno no significa decir país; que la mayoría de la
población abona religiosamente sus cuotas hipotecarias; y que, respecto a la
putrefacción del sistema, no todo él está corrompido, que algo se salva, que
los derechos del ciudadano aún están garantizados y que, como lo están, no
puedo hacer pagar a justos por pecadores.
Pero,
tras cada debate, al relajarse la conversación, se me queda activado un sentido
terco que, como el martillo de un despertador, golpea repetidamente en el quid
de la cuestión.
¿Cómo es
que no puedo generalizar? ¿Cómo es que tengo que restringir la amplitud de mi
crítica? ¿Cómo es que no puedo subir a esa altura imposible donde colocamos la
interpretación de lo abstracto? ¿Cómo es que, en definitiva, no puedo mirar el conjunto, ese dibujo puntillista
de una sociedad, esa aritmética de la tendencia, esa media porcentual que engaña
al ojo y completa nuestro retrato?
¿Por qué se me niega esta posibilidad?
Mi
hipótesis, para dar respuesta a estas preguntas, mantiene que quien nos exige que
no lo hagamos, que no generalicemos, lo único que pretende, en realidad, es
colocar un parapeto e impedir que lo identifiquemos por aquello que lo convierte
en un ser común en lugar de ser reconocido por aquello que lo distingue del resto de los mortales.
¿A
quién le gusta que le hermanen con el conjunto de los vagos, de los
antipáticos, de los listillos o de los corruptos?
A
nadie.
Deseamos
que nuestra identidad —a pesar de poder pertenecer a alguno de estos grupos— sea
clasificada recurriendo a los matices: somos feos pero simpatiquísimos y,
además, tenemos un caudal económico excelente. Por lo tanto, manifestamos que
no se puede generalizar porque hay variantes: ciertamente, existe el grupo más concreto de los simpáticos feos adinerados.
Pero no
nos engañemos. Los feos pertenecen al conjunto de los feos. Otra cosa es que mantengan
intersecciones con el conjunto de los antipáticos, con el de los listillos o
con el de los corruptos.
Porque
el ser humano, desde su nacimiento, se ve integrado en comunidades —separadas
todas ellas por elementos distintivos— cuya predisposición será asociarse con
otras comunidades. No podemos negar que el individuo, a lo largo de su vida, logra diferenciarse de los
otros elementos del grupo en la medida que se va manchando con las tinturas (experiencias,
ideologías, pensamientos y sentimientos) de otras congregaciones.
Nos hacemos
más exclusivos cuanto mayor es nuestro grado de intersección con otros
conjuntos pero, al mismo tiempo y por la misma razón, nos hacemos más vulnerables
a la generalización ya que nuestra exclusividad tiene el precio de la
pertenencia a la gama, a cada una de las diferentes asociaciones de las que
vamos formando parte.
La realidad
nos muestra, por ejemplo, que convivimos gracias a la generalización. Cualquier
sistema democrático se sostiene, casi al completo, gracias a esta fórmula
globalizadora. En democracia, la mayoría representa a la totalidad a sabiendas
de que lo acordado y aceptado nunca satisfará los intereses de todos los
votantes.
Es más,
dado que se nos ha impuesto un coto económico al acceso a la justicia; que se ha
logrado que los derechos particulares salten por los aires; y que el poder judicial —encargado de evitar lo general para centrarse en lo individual, en lo
específico— ha perdido su carácter originario; se han creado dos conjuntos tan delimitados
como amplios: el de los que pueden pagar para demandar lo que sus derechos
garantizan; y el otro, el de aquellos que no pueden permitirse pagar demanda
alguna y que, sin apenas darse cuenta, han perdido ya sus derechos, sus
garantías y su libertad.
Por lo
tanto, decir que todos somos iguales ante la ley es una generalización que resultaba más
que admisible pese a que, hoy por hoy, en nuestro país, sea completamente
irreal.
De hecho, seguimos promulgando dicha generalización sin temor a que a nadie se le acuse de lo que se me acusa a mí.
De hecho, seguimos promulgando dicha generalización sin temor a que a nadie se le acuse de lo que se me acusa a mí.
Y factores
como éste hacen que me reafirme en mi derecho a describir lo amplio por sus componentes reducidos; en mi derecho a
proclamar que todos, incluso los neutrales, pertenecemos a algún conjunto
político; en mi derecho a manifestar que todos, incluso los niños, aceptamos
alguna ideología; y en mi derecho a pregonar que cada vez que un político
utiliza la defensa del “tú más” nos está diciendo que lo de menos somos
nosotros, el resto de los ciudadanos, sin atender a nuestra ideología ni al conjunto político al que pertenezcamos.
En el caso de no continuar luchando por los
derechos de esta sociedad; en el caso de abandonarnos a la desidia del “nada se
consigue haciendo esto o aquello”; y en el
caso de no entender, sin duelo, que los únicos que podrán regenerar este
tinglado serán los jóvenes que se nos van —no con la
herencia sino con lo invertido—, sólo podré afirmar, de forma general, que, en mi país, todos estamos tontos, aunque no lo seamos.
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