jueves, 11 de abril de 2013

EL LADO HUMANO



Lo peor de todo es que, así por las buenas, se veía obligado a dar explicaciones. 

Ese ligero contratiempo había generado una duda y ésta, al lanzarlo al barrizal de la incertidumbre, había terminado por engullir el ánimo con que inició su aventura literaria.

Del mismo modo que un profesor instruye sobre teorías, sin matizar cuál es su forma de llevarlas a la práctica; él deseaba explicar pero no dar explicaciones. Ante todo, la verdad narrada debía justificar sus actos y la nación debía asumir las consecuencias de los mismos con la benevolencia de un dogma de fe. 

Era lo acostumbrado.

Miró el folio en blanco, luego se centró en el gavilán de la estilográfica que reservaba para las grandes ocasiones y, triste, detuvo el lento recorrido de su atención en el paquete, intacto, de papel verjurado.

A continuación, con un resoplido, extrajo una llave diminuta del bolsillo superior de su batín y se aplicó a la tarea de abrir un cajón secreto de su escritorio. Manipulando con la llave en una esquina del mismo, logró que se abriera un compartimento perfectamente simulado en la delicada marquetería del mueble. Quedaron a la vista un revólver, una cajetilla de cigarrillos y un mechero de oro. Con un ligero gesto de fastidio se llevó un pitillo a los labios y lo encendió. Acto seguido se hizo con su bastón, se incorporó del asiento con un esfuerzo tembloroso y, arrastrando gruñidos con cada uno de sus pasos, avanzó hacia el gran ventanal de la estancia que daba acceso a uno de los miradores del palacio.

Ya en el exterior, expeliendo el humo del cigarro como si fuera un suspiro, se dijo que por aquel mismo despacho habían pasado pintores, escultores y fotógrafos decididos, todos ellos, a extraer con sus artes y técnicas su lado más humano. “¿Cuál sería ese lado?”, se preguntó mientras los matices de la ironía le dibujaban una sonrisa.

“¡A la caza del lado humano!”, solía exclamar cuando la convocatoria de los artistas aparecía en su agenda.

Aconsejado por sus asesores de imagen, había convertido esta práctica en una obligación de periodicidad semestral. Pese a que, en un principio, descalificó la parafernalia que se organizaba en derredor suyo, con el tiempo se acostumbró y, ya de buen humor,  terminó aceptando los protocolos del maquillaje y del vestuario. Según su forma de ver las cosas, para fijar lo efímero en la memoria de lo eterno, no quedaba otra que hacer de tripas corazón y dedicar algo de su tiempo al ejercicio de posar.

En realidad, con el progreso de su mandato, pintores y escultores desaparecieron de las convocatorias y todo el trabajo pasó a manos de los fotógrafos y de los realizadores de televisión. No más de cuatro horas bajo los focos proporcionaban al resto de artistas material de sobra para reconstruir la evolución de su semblante y su figura. Un “póngase aquí, señor”, un “levante el mentón”, un “relaje el gesto”; ejercían sobre él una labor didáctica que vertía sus resultados en el formulario de las maneras y posturas que más podían agradar a su pueblo. Con aquellas cuatro horas, y siguiendo a pies juntillas el formulario, se podía resumir todo un año, incluso dos o tres.

Pero, de improviso, el diagnóstico lo había cambiado todo. La vida le había impuesto a destiempo un tercer acto con el anuncio de su muerte inmediata. Una muerte sin concesiones, sin retraso alguno. No existía, ni se hallaría con la celeridad precisa, un remedio que retardase la ejecución prevista por el gabinete médico.

Por lo tanto, haciendo honor al sentido práctico que siempre le había caracterizado; al poco de recibir el dictamen dejó a un lado todo aquello que tuviera que ver con su imagen física y decidió que había llegado el momento de mostrar su perfil intelectual. Debía poner por escrito el proceso que había cincelado su pensamiento y su alma a lo largo de los años.

Resolvió escribir sus memorias con premura. El disfraz con que el entorno familiar cercano había blindado su enfermedad, se degradaría con rapidez. A nada que su gabinete, los partidos y los medios de comunicación, se preguntarán por el motivo de tanta ausencia; el resto de su vida devendría en noticia, en urgencia, en comparecencias, trámites, preparaciones, misas y renuncias.

Todo ello, en su conjunto, supondría una merma considerable en el tiempo libre destinado a la escritura de una obra que —aún adquiriendo su publicación un carácter póstumo— no debía encargarse a biógrafos e historiadores. Los unos y los otros podrían especular con las causas y los efectos de su mandato pero nadie, salvo él mismo, podría imaginar, ni de lejos, la realidad que oculta un líder. Su testamento sería esa realidad, escrita sin omitir detalle, abierta en canal para que su sangre empapase la venda de esa ciudadanía que, a lo largo de los últimos años, le había dado la espalda.

El manuscrito debía llegar al editor y, sin transcribirse, se debía publicar. Una obra de semejantes características aumentaría su valor pese a obligar al lector a descifrar lo intrincado de su caligrafía. Al mismo tiempo, el método escogido garantizaría que nadie pudiera infectar con correcciones el documento donde expondría el devenir de su vida, de sus razonamientos, de sus actuaciones y, ante todo, de los secretos que atesoraba y que lastraban su conciencia al ocultarlos. Sí, el texto saldría de su puño y letra porque sólo de su puño y letra se podría dar crédito a la verdad.

Solía pensar —y deseaba aclarar esto por escrito— que no había regido para aquellos que lo aceptaron; que no lo había hecho para los que no desearon nunca su llegada al poder y que ni siquiera, por más vueltas que le diera, lo había hecho para mantener las necesidades de los que viven en estado de tránsito, más interesados en ganar el sustento diario, en seguir el camino, que en hacerse preguntas.

En definitiva y siendo realista, durante todos los años que había durado su mandato, se había dedicado a gobernar no a un pueblo sino a sus políticos.

«La política no importa; tampoco importa la muchedumbre que cree decidir algo cuando se les pide el voto… Importan los políticos —había comentado con su esposa la noche anterior—; importan los que llegan al hemiciclo, tan sólo los que llegan, no los que les hacen llegar. La élite se sienta en los escaños, los demás se sientan en el váter. Sólo a ellos se les debe gobernar si deseas que todo vaya bien. Los empresarios, los banqueros, los curas o los militares no tienen nada que hacer en este asunto aunque ellos crean que sí.

»Con que el pueblo encontrase a un solo político con carácter, con dignidad y sin una ambición desmedida por el poder; con que las gentes encontraran a uno sólo que cumpliese esos requisitos y lo sentaran en la presidencia del estado; darían al traste con los manejos, los intereses y las matanzas que promueven los poderes fácticos. Un gran político, querida, incluso daría al traste contigo y conmigo— advirtió.

»Por fortuna —concluyó antes de tomarse el calmante nocturno—, no existe ese ser y, al no existir, al pueblo sólo le queda la pureza de Dios y la mía. En eso nos va el cargo. Pero —y así dio por terminada su disquisición— ¿a ver quién se lo explica a toda esa muchedumbre?».

Ante el temor de que la muerte llegase anticipada, se puso manos a la obra a la mañana siguiente. La escritura de sus recuerdos, y su publicación irresoluble, calmaría la ansiedad que lo atenazaba. Morir sin más, desaparecer del presente y convertirse en un preso del pasado, lo convertiría en carroña periodística, criticable e indefensa, de no poner remedio cuanto antes.

Sin embargo, allí estaba a la una de la madrugada, asomado al balcón mientras daba las últimas caladas a un cigarrillo que tenía completamente prohibido; sitiado por las dudas y sin haber escrito una sola palabra, sin haber llegado a arrugar el primer folio de sus memorias.

Y todo ello porque, en su afán por contar la verdad, no había valorado que no existía forma humana de argumentar sus actos y evitar las explicaciones.

Miró hacia el cielo opaco de la noche y pensó en Dios. Sin duda era Él, en su inmensa sabiduría, quien lo había puesto al mando y, ya que su poder lo iluminaba, también lo eximía de justificarse ante nadie.

Tiró el cigarrillo y observó su caída en espiral hasta el jardín. Desde la ciudad le llegaban los ecos de las sirenas y las cargas policiales. Regresó al interior del despacho, cogió los folios en blanco, el tabaco y el mechero de oro y los introdujo en el compartimento de su escritorio. Al hacerlo, empujó el revólver y éste giró sobre el tambor. Miró el arma durante unos segundos y, finalmente, asiéndola con firmeza, la introdujo en el  bolsillo derecho del batín. Hizo una pausa para reafirmar su decisión, cerró el cajón secreto y, a continuación, elevó las llaves con su tintineo metálico sobre la boca abierta de la papelera. Se deleitó con el gesto como quién ofrece una galleta a un perro saltarín y, regodeándose travieso, dejó caer la llave en la papelera.

Se dirigió hacia la puerta del despacho y, al abrirla, se giró con parsimonia para observar el espacio donde se había mostrado tantas veces a su pueblo. Rebuscó la nostalgia de otros tiempos mejores entre presentes, ornamentos y recuerdos. Pero no encontró gran cosa. Al finalizar su examen, tiró lentamente del pomo, cerró la puerta con sigilo y marchó hacia el dormitorio resignado a morir en silencio o a vivir eternamente.

lunes, 1 de abril de 2013

ESTADO DE GRACIA



No salgo de mi asombro.

El viernes a la noche, mientras preparaba mi nuevo artículo, una noticia espeluznante saltó a la palestra mediática. Como es natural en las noticias que contienen el espeluzno como partición fundamental de su código genético, en cuestión de minutos nacieron titulares de dimensiones apocalípticas, las redes sociales se hicieron eco de dichos titulares y la gente amplificó las deformaciones del propio eco. Segundo tras segundo, lo analizable cobró forma, recibió nombre y, como quien pide una hamburguesa con patatas fritas y un refresco de cola a un dependiente robotizado, la III GUERRA MUNDIAL quedó servida en las mesas del gran público.

A las diez de la mañana del sábado, la noticia había dejado de serlo por mucho que la expusieran como tal en los noticiarios. En el breve transcurso de doce horas, la noticia se había convertido en un espectáculo cómico.

En Twitter sintagmas tales como “III GUERRA MUNDIAL”, Kim Jong-un”, “Corea” y, sobre todo, el hashtag (que fue trendig topic durante dos días) “#YOtrasFormasDeIniciarLaIIIGuerraMundial”;  desencadenaron un festival del humor al que dediqué horas de una observación y lectura estupefacta. De ahí que no salga de mi asombro ni a tortazos, que haya archivado mis intenciones respecto al artículo que pretendía publicar, y me haya decantado por intentar analizar qué demonios nos ocurre, de qué nos reímos tanto, en qué punto exacto del camino se nos rompió el criterio de lo importante y por qué hemos blindado nuestros sentidos añadiéndole humor a lo que no tiene puñetera gracia.

He de aclarar —porque durante estos días, en twitter, quien sacaba a pasear el sentido común era tachado poco menos que de gilipollas— que no soy un amargado, que mi indignación no evita que me ría a carcajadas de cientos de situaciones chistosas y que, en muchos casos, en mi entorno, soy el encargado de sacar la seriedad de su vía natural para convertirla en ese amasijo surrealista que es el humor.

Woody Allen proclamaba en “Delitos y faltas” (1989), sirviéndose de un productor televisivo presuntuoso (Alan Alda), la siguiente fórmula: “comedia es tragedia más tiempo”. Personalmente estoy de acuerdo. Es decir: creo que este proceder humano es real e inevitable pese a que, desde un punto de vista ético, alguien pueda rasgarse las vestiduras.

Necesitamos disolver lo trágico y el tiempo, separándonos del hecho, nos ayuda y crea un acuerdo tácito para introducir el humor en el relato de un acontecimiento dramático. Así hacemos más llevadera la existencia, quitamos plomo a la realidad que reproduce nuestra memoria y logramos seguir camino evitando marcar la senda con la sangre de nuestras tristezas. El humor hace las veces, por tanto, de apósito, de linimento, para los dolores de la mente. Este factor sanador lo convierte en un sentido sumamente útil, estrechamente relacionado con ese otro sentido que es el equilibrio de la psique.

Los españoles, sin lugar a dudas, somos expertos en su uso. Somos chistosos por naturaleza y, a estas alturas, poco podemos hacer por evitarlo. Es más, al postulado de Woody Allen añadimos no sólo el tiempo sino la distancia geográfica. Actuamos, en cuestiones del humor, como si el resto del mundo no tuviera que ver con nosotros. 

Sin forzarme en exceso puedo poner un par de ejemplos: 

Recuerdo que allá por el 92 salió la moda de los chistes sobre etíopes y que en el fervor de la gracia se llegaron a decir, y a reír, las salvajadas más desagradables. También recuerdo que, diez minutos más tarde del atentado contra las torres gemelas, alguien me contaba un chiste sobre las mismas relacionado con la inclinación de las Torres Kio. Y esto se hacia porque, sencillamente, la tragedia se producía lejos.

Sin embargo, cuando el drama nos toca de cerca, cuando la distancia respecto a la tragedia se estrecha y empapa el territorio español, cuando el tiempo que permite la aparición del humor es nuestro tiempo; cerramos filas y encerramos el chascarrillo a la espera de mejores temas que no nos afecten, en teoría, tan directamente.

Sinceramente, no recuerdo un solo chiste sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco, la tragedia del Prestige o los atentados del 11 de Marzo en Madrid.

Y eso me hace pensar que somos muy graciosos pero también muy cobardes, muy cínicos y muy poco solidarios.

Pasamos de todo menos de lo que nos afecta individualmente y así nos va. Distinguimos los sucesos según su capacidad para caernos en gracia y de ahí que nos cansemos pronto del esfuerzo que supone sobreponerse a lo fatídico o, en mejor caso, luchar por evitarlo.

Seguimos queriendo circo aunque ya no nos den ni pan. Asistimos al espectáculo de nuestra propia crisis y desintegración —no como reino, estado o nación; sino como seres humanos inteligentes— disertando en las redes sobre un cantante, sobre un equipo de fútbol o sobre la carrera que corresponda ese domingo. Y, de este modo, estas conversaciones, este conjunto de opiniones sí se convierten en tendencia privilegiada en nuestro país.

Supongo que la razón de todo esto se debe a esa degradación cultural que activó la burbuja inmobiliaria y que afectará a dos generaciones de individuos que dejaron el libro y cogieron el dinero. Ó, quizá, se encuentre dicha razón en el genoma hispano y nos sea imposible cejar en esta actitud. De ser así, seguiremos con el cachondeo, encontrándole la gracia a cualquier cosa, riéndonos mientras nos quitan hasta la sombra; sin reparar en que aquel dicho, que se refiere a la mejora que siente quien ríe el último y a su posibilidad de hacerlo dos veces, es completamente falso.

Hoy por hoy, quien siga riendo, cuando se haya terminado este espectáculo de carteristas, será quien, habiendo perdido hasta el reloj, no se haya enterado absolutamente de nada.

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