La
sangre de su última víctima discurría por el filo de la bayoneta.
Tras
acumularse brevemente en el vértice final del arma, culminaba su descenso
cayendo con un goteo plomizo, acompasado y certero, sobre la embocadura del
hormiguero.
El
jefe del pelotón, mientras recuperaba el aliento que le había robado el combate
cuerpo a cuerpo, había descubierto el pequeño orificio junto a sus botas.
Un
número incalculable de insectos embadurnaba sus antenas, sus vellosidades, sus
cuerpos invertebrados, con el maná rojizo que les otorgaba el cielo.
La
mirada del sargento se mantenía anclada a la imagen de aquella orgía laboriosa,
como atrapado en la sincronía de un juego hipnótico.
La
suerte que pudieran haber corrido sus hombres durante la ofensiva había perdido
todo interés: vivos y muertos serían sustituidos por nuevos vivos, por nuevos
muertos.
Con
toda seguridad, se decía, al otro lado, donde se reorganizaba el enemigo,
también un guerrillero contemplaría ensimismado cómo la sangre de sus víctimas
se desperdiciaba en el hueco de otro hormiguero.