Ahora ya lo he matado.
No he querido escuchar ni quejidos, ni súplicas, ni ofertas. He abierto la puerta, lo he visto desnudo tal como lo dejé, he desenfundado su revólver y he disparado.
Antes, al medio día, regreso al refugio
sin ocultarme. Camino junto a los carromatos, a los camiones de
suministro y a las tropas alineadas. Los soldados marchan cansados. Cargan con
la muerte y la victoria. Evito mirarlos pero no oculto la cara. La boina roja y
la camisa azul del hijo de Don Jesús me protegen. Huele a madera quemada, a
polvo y a querosén. El sol aprieta. De sopetón, el verano ha vuelto.
Antes, hace dos
horas, avanzo por las calles de la capital buscando escondite en cada
esquinazo. Me oculto de amigos y enemigos. Uniformado de esta guisa, mientras permanezca en la ciudad, pueden traicionarme los unos y descubrirme los otros.
El olor ahora es diferente. Huele a pólvora y a carne achicharrada. Huele a
gritos y a pánico, a bacanal y muerte. Huele a desfile imperial, a rencor macerado,
a venganza consumada. Entre los escombros rumorean los llantos de
las plañideras. Rosarios, crucifijos y lutos advierten a Dios de la masacre. Sigo sus lamentos como quien busca el nacer de un río. A lo lejos diviso
una columna de humo que a mis ojos se antoja campanario. Me apresuro, corro,
pierdo el miedo. Llego hasta la tapia del cementerio y aterrado, a través de
las verjas, contemplo cómo se quema la matanza.
Esto no es
nada, comenta con sorna un legionario, en la plaza nos hemos llevado por
delante a cientos.
Se acerca a la
tapia y orina junto al cadáver de una muchacha que reconozco. Es Pilar, la más
joven de las camareras de la hacienda. Decenas de muertos la acompañan mezclando
su alma en los cauces del empedrado. Los orines del rebelde serpentean y mancillan los
restos. Moscas y avispones zumban y revolotean embriagados. Paralizado ante la muchacha intento detener mis lágrimas. El soldado
guarda sus vergüenzas y se sitúa a mi lado. Ambos contemplamos el cadáver. Mi
mano, tranquila e inconsciente, abre la cartuchera y empuña el revólver. Cauta
y cobarde no desenfunda el arma.
Una pena,
compadrea el legionario, a chicas tan guapas es mejor joderlas y matarlas que
matarlas sin joderlas.
Acto seguido se
ríe como escupiendo y echa el fusil al hombro. Nos miramos. En sus ojos fallece
la conciencia, todos los odios del hombre le tiznan la cara. Se marcha y yo sigo
su paso de reojo hasta que, a medio camino, la verdad estalla.
Corro sin
disimulo.
Adela yace entre la
hilera de cadáveres como una flor viva entre los terrones de un páramo. La
flor está muerta. Su camisa amarilla es un harapo que ondea inquieto entre las rachas
de humo que escapan del cementerio. De la falda morada no queda más que un
girón de tela y el rojo mustio de su sangre completa la bandera.
Antes, hace
cuatro jornadas, en el refugio de pastores donde me oculto, el hijo del difunto
Don Jesús me asegura que su centuria tan sólo se dedica a la propaganda, que no
ha matado a nadie, que él no tiene culpa de nada, que él es inocente. Balbucea sus
escusas, las llora para que las crea. No es necesario, sé bien que son muy
ciertas.
Desde niño, pese
a haber acompañado a su padre en múltiples monterías, jamás ha apretado el
gatillo de su flamante escopeta. Estoy seguro. Tal y como ha confesado hace un
minuto escaso, nunca ha matado nada, nunca ha matado a nadie. Pero a mí, que
tanto tiempo he perdido en soportar su mal juicio, a mí sí me iba a matar. De eso
también estoy seguro.
El hijo de Don
Jesús es un joven calmo, blando en sus hechuras y somnoliento en el trato. Lo
es hasta tal punto que, saltándose los férreos protocolos
aprendidos, es capaz de boquear mientras se desarrolla una reunión con amigos, una
cena con familiares o, como le ha ocurrido, durante ese momento exacto en que
debió mantenerse alerta, descubrirme, apuntar y disparar.
Es este tic
común e indiscreto, así como su fórmula para combatirlo, lo que define su
actitud desde la niñez. No se recrea en él, no lo alarga hasta desatar el
rugido que oculta todo bostezo, no lo esconde en el puño ni lo transforma en ulular de búho. Su costumbre,
metódica y refinada, es la disección del gesto con un suave y breve palmeo de
la mano sobre el labio superior. Así, según aparece el impulso de abrir
la boca, domina la progresión de la mueca, como amaestrándola, hasta que la
tensión cede y todos los músculos faciales recuperan la languidez de su
expresión habitual e inerte.
Cuanto le ha sucedido
en la vida ha corrido la misma suerte. Ningún hecho ha logrado alcanzar su
punto superlativo: lo que es muy bueno ahora, ya era muy bueno cuando él nació
y, por este motivo, sus posibles sentimientos de triunfo, de euforia ante el
éxito, se han calmado mediante palmaditas en el ánimo. Por la misma razón, todo
cuanto pudo resultarle dañino se filtró entre los muros de contención
familiares hasta convertirse en algún que otro mal anecdótico, más relacionado
con las enfermedades acostumbradas de la infancia que con una intervención
irresoluble del destino.
Nació rico y
morirá opulento, nació sano y morirá indemne, nació cansado y morirá harto. O,
al menos, eso presuponía hace unos diez minutos, mientras permanecía apostado
junto al refugio, mientras le llegaba el bostezo y, del mismo
susto de verme tan cerca, él solito rendía el arma.
A empujones lo
obligo a entrar en esta pequeña cueva a la que, desde que recuerdo, los
pastores llaman refugio porque en la entrada, atada con cinchas y correas, alguien
tuvo a bien poner una madera. Al atrancarla tras de mí nos ha llegado el eco
sombrío del primer bombardeo. Badajoz va a caer como ha caído Mérida, como
antes han caído Zafra y Llerena, como van a caer todos los pueblos de esta tierra; sin un ejército que sepa y pueda defenderla.
Antes, hace una
hora, me muevo con rapidez entre las encinas, me arrastro bajo los matorrales, me
guarezco tras las rocas y peñascos. Debo llegar a Badajoz sea como sea. Contengo
la respiración. Afino el oído intentando descubrir el avance de los cazadores, siento
el crujir seco del rastrojo bajo las botas, distingo el ansia servil de sus
perros. Pronto dividirán la partida en dos grupos. Unos seguirán a los sabuesos,
otros se dispersarán para marcar sus puestos.
Sin ser hombre
de campo conozco bien el terreno. Todos los pobres de por aquí hemos aprendido
a leer la rígida caligrafía del secano. De crío lo recorrí cientos de veces
ayudando a mi padre en sus tareas. Él lo trabajó de niño, de hombre y de viejo;
lo trabajó hasta caerse muerto de tanto empeño en sacarme de su camino y
ponerme en el que consideró correcto: el ejército.
Antes, en los
terrenos aledaños a la hacienda, mientras el sol levanta la bruma al marchitar
la humedad del Guadiana, veo al hijo de Don Jesús echando un cigarrillo. Lo acompañan sus amigos. Son nueve compañeros, frecuentes en las reuniones navideñas y en
las partidas de caza que se organizaban en la hacienda. Lucen con orgullo
boinas rojas que nunca antes habían llevado. Por el cuello de cada pelliza
asoma el azul oscuro de las camisas nuevas. El uniforme y sus armas recientes confunden
las bravuconadas adolescentes y las disfrazan de hombría. Beben todos en
abundancia, dan tragos largos y ceden la bota de vino al que tienen al lado. Ríen
tranquilos y ufanos hasta que llega el silencio tácito. Casi sincrónicos, como
tantas otras veces han visto hacer a sus padres, tiran al suelo sus cigarros,
montan las armas y comienzan a caminar buscándome.
Los observo
desde mi escondite en el nuevo granero. He pasado la noche enterrado en el
pienso. Apenas he dormido. Durante ese tiempo no he logrado que la rabia y el
odio calmen esta pena de niño, esta ausencia que se me mete tan adentro, tan en
el respirar mismo, que ahoga de pura infancia la razón de mi tristeza de hombre.
Antes, con el
primer apunte de la alborada, oigo cómo se abren los portones de la entrada
principal de la hacienda. La vibración que provocan los camiones al entrar
remueve el forraje que me cubre. Me
asomo con cautela para descubrir cómo se compone una realidad que unos días
antes no eran más que rumores, posibilidades, certezas incompletas.
Una sección de
soldados forma dos filas ante los focos mortecinos de los vehículos. El primero
lo integran tropas moras y el segundo cristianas. Un superior grita órdenes que
otro militar traduce a una lengua árabe. La formación se rompe y los sublevados
comienzan su recolecta. Entran con saña en graneros, establos y despensas. El
personal de servicio, bajo las órdenes del hijo de Don Jesús, abre todas las
puertas.
La oscuridad
aún sujeta la noche cuando el superior, un simple sargento, consulta un plano, su
reloj y la carga de los camiones. Han llegado tres más y cuatro carromatos. De
un golpe van a quitarnos la cosecha. Pliega el mapa con decisión, se sitúa
frente a la tropa y, tras nuevas órdenes y nuevas traducciones, hace marchar a la
sección mora desplegando sus filas como si fueran a sembrar la tierra.
Tras su confín
el sol nace. Sobre Badajoz se abre la veda.
Antes, a las tres
de la madrugada, me dirijo apresurado hacia el viejo establo que el vehículo de Don Jesús transformó en cochera. Corvando
piernas y espalda, alzando la maleta para que no roce la grava, evito la
casual, la furtiva mirada de algún miembro del servicio a través de los
ventanales de la planta baja.
A unos
cincuenta metros del garaje, escucho la voz del heredero. Me acerco con sigilo al
cobertizo. Me asomo temeroso a la única ventana. La suciedad azoga los
cristales y me devuelve mi propia imagen. Sin embargo, escucho las voces, la conversación
entre varios hombres. El bostezo conocido, casi imperceptible, confirma la
presencia del hijo de Don Jesús.
Hablan de mí,
me están esperando.
Antes, con la
noche bien entrada, actúo por mera intuición. Salgo de mi dormitorio cargado
con mi vieja maleta. Contiene cuatro cosas que merezcan la pena. Una muda, mi uniforme
de teniente, el capote y el cinto. El
revolver reglamentario lo entregué cuando me acogí al decreto. Nunca pensé que
lo echaría tanto de menos.
Para no hacer
ruido, acomodo el paso como quien no desea dejar huella. Bajo las escaleras que
conducen al patio central desde donde se distribuyen las diferentes alas de la
casa. Jazmines y geranios endulzan el miedo y el silencio. La puerta pequeña,
entallada en el antiguo portalón de carruajes, está abierta. Al otro lado, el
farol del pórtico vigila y mi inquietud aumenta.
Antes, al
ponerse el sol, bajo este mismo farol y este mismo pórtico, al culminar el
repaso de la intendencia, logro liar un cigarrillo pese al temblor de mis manos.
Al encenderlo con una calada severa, siento cómo se acallan todas mis
preocupaciones. Es un instante. El temblor regresa. El calor de agosto se
desangra en la corriente del Guadiana. Hace frío en pleno verano. De últimas ni
el calor se comporta como debe.
Escucho pasos
en el camino. Detecto el sigilo. Opto por tirar el cigarrillo y preguntar quién
anda por ahí. Los pasos se detienen. Me contesta el susurro temeroso de una
muchacha. Conozco su voz. Es Pilar. Es la más joven de las camareras. Entró a
trabajar cuando expropiamos las tierras. Me acerco hasta la rinconera que la oculta.
Me marcho,
asegura.
Sin que yo
pregunte nada, se arranca con un torbellino de deberes que justifican su
decisión: debe avisar a su familia, debe avisar a los vecinos, debe avisar a
todo aquel que pueda.
¿Avisar de
qué?, pregunto intrigado.
De qué ya
llegan, contesta ella.
En un estado de
estupor creciente, como si ante mí tuviese a un consumado estratega, escucho a
la muchacha. Pilar me explica cuanto sabe. Entre sombras, susurros y nervios,
cuenta que una columna de soldados, una mezcla de moros y legionarios, avanza a
toda marcha desde Mérida hacia Badajoz. Que ya han caído Zafra, Llerena,
Castuera... Afirma que no hacen prisioneros, que su jefe no quiere dejar
enemigos en retaguardia, que la clave es la velocidad, que para avanzar seguro
no dejará vivo ni a militar que le haga frente ni a civil que dé cuartel a los
de izquierdas.
Incrédulo,
guardo silencio.
Pero ¿quién te
ha contado a ti eso?, termino preguntando.
El señorito me
lo ha dicho…, termina contestando.
Descubiertas
por un reflejo de luna veo las lágrimas de la muchacha. Sin esfuerzo recuerdo la
juventud y belleza de Pilar. Con facilidad imagino qué ha ocurrido entre el
hijo de Don Jesús y la joven camarera. Aterrorizado, intuyo toda la muerte que
se nos viene encima. Siento como una premonición el frío que ha invadido
nuestro verano y, como quien se siente estúpido al constatar una certeza, decido
que yo también debo marchar, que en Badajoz cada hora que pasa es una condena.
Antes, no hace
ni doce horas, me hace estremecer la risa de este pelele al que apenas le apunta el bigote. Con un subir y bajar de hombros, simplón y
repetitivo, sigue riendo hasta que parece perder el resorte que mantiene cada
carcajada. Se ríe porque ha vuelto, porque ha entrado en la finca arropado con una
centuria de falange, porque también llega la columna de África, porque está sentado donde siempre quiso
estar sentado, en el despacho que fuera de su padre y que ahora es nuestro. Se
ríe porque las cosas ya nunca más volverán a cambiar y, al mismo tiempo, volverán
a ser como fueron siempre. Y por eso ha tomado la finca y nos ha reunido en cónclave.
Cuando lleguen las tropas debemos aportar cuanta ayuda soliciten, ordena como si aún pudiera.
Se recuesta con
desgana en la silla donde tantas veces despaché con su padre. Desconoce que los
jornaleros, en venganza por lo soportado y por lo hecho, utilizaron ese asiento
para ahorcar a Don Jesús el cual, balanceándose en la soga, terminó por sucumbir
a palos porque ni colgado se moría. Fui yo quien condujo a los
hombres aquel día y fui yo quien intentó detener la venganza que había en su justicia.
Por fin van a
cambiar las cosas en España, dice, y, a los rojos de mierda, los vamos a poner
en su sitio. Vosotros, continúa, no debéis temer nada, de sobra se conoce la
lealtad que siempre habéis manifestado hacia mi familia y sus propiedades.
De improviso, las
palabras del heredero causan efecto y capataces, pastores, jefes de mantenimiento y de cuadras, jefas de servicio y de cocina, comienzan a defender su
futuro. Elogian al heredero recordando la niñez del hijo, la vida y milagros del padre, y
el sacrificio que se tuvo que hacer para que la chusma nos permitiese administrar la hacienda. Yo mismo, guardés de la casa desde que dejé el ejército y administrador político de la colectividad desde que, entre todos, expropiamos esas tierras, saco mi librillo de cuentas, cojo un lapicero del escritorio y pregunto al recién llegado sus deseos respecto a la intendencia.
Es entonces cuando,
entre el revuelo desatado, el hijo de Don Jesús me dedica una sonrisa nueva, desconocida
en él, una sonrisa de media asta, una sonrisa carroñera.
Antes, con el
alba, Adela juguetea con mi sueño entre las sábanas. Imita cada uno de mis
gruñidos y se burla con cada una de mis quejas. Cuando por fin me despierta,
salta de la cama y con agilidad, como si bailara, llega hasta el viejo armario
donde, poco a poco, con el paso de los días, han ido quedándose a vivir cosas
suyas que la costumbre ha convertido en cosas nuestras.
Yo me deleito
en su desnudez mientras me pide que no mire.
Si no quieres
que mire ¿para qué me has despertado?, pregunto.
Porque si no
estás despierto no puedo darte una sorpresa, contesta.
No hago caso alguno.
Tras simular que no miro insisto en mi recreo. La luz de la mañana crece fresca
y azul. Llena la estancia con un velo irreal que roza las redondeces de Adela.
Ella manipula nerviosa el contenido de su bolsa de costura. Hace aparecer una
falda de color morado que a continuación sube rauda por sus piernas. Luego, sin
perder tiempo y dándome la espalda, se cubre con una camisa amarilla que anuda
bajo el pecho. Se gira hacia mí y adopta una pose solemne.
Como no digo
nada, ella critica mi falta de imaginación, mi falta de cultura y el mal que me
ha hecho el ejército en la cabeza. Es su personaje en el sainete. Es la República
amenazada, resistente y victoriosa. Los milicianos se volverán locos cuando la
vean salir a escena.
Por coherencia mantengo
mi silencio. Es libre de hacer lo que considera necesario. Ella misma ha
organizado la función, ha escrito el sainete, ha confeccionado el disfraz, ha
cosido cada costura del forillo y ha dirigido al resto de actores como si
fueran profesionales de la escena.
Por instinto le
pido que no vaya.
No hay manera. Se ríe de mí del mismo modo que se ríe siempre que intento convencerla. Se ríe de mí como se ríe cuando le digo que deberíamos casarnos. Se ríe de mí con su independencia de mujer futura, con su desdén hacia mis costumbres añejas, con la sencillez que infunde su inocencia.
No hay manera. Se ríe de mí del mismo modo que se ríe siempre que intento convencerla. Se ríe de mí como se ríe cuando le digo que deberíamos casarnos. Se ríe de mí con su independencia de mujer futura, con su desdén hacia mis costumbres añejas, con la sencillez que infunde su inocencia.
Cierro los
ojos. Sin saber por qué, me alejo de la habitación y atravieso el tiempo hasta encontrar un recuerdo insignificante, un recuerdo donde todo el personal hace fiesta y las tierras son nuestras. Adela y yo, en las cocinas, desayunamos en silencio. Nadie nos critica ni nos observa. Ambos hemos amanecido libres y unidos por
primera vez sin apenas conocernos. Ella rompe el pan recién hecho y la harina vuela hacia la luz de
la candela. Con suavidad, deja que los migajones se empapen con la leche teñida
de achicoria. Sus manos son firmes y suaves y, mientras recupero el tiempo y su
latido, me digo que nunca unas manos de mujer describieron con tanta exactitud
a su dueña.
Entonces, ahora, ella
pregunta que si duermo y yo, abriendo los ojos y viendo marchar cuanto amo, pienso
que ojalá todo fuera sueño.
Te falta el
color rojo en el vestido, grito mientras se aleja.
Ese no hace
falta, contesta alegre sin darse la vuelta, el rojo me corre por las venas.
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