lunes, 7 de abril de 2014

CHARCOS



Ya intuía que con la muerte de mi viejo me serían revelados de una forma natural los enigmas de una vida que, desde el momento en que se abrió la grieta de mi conciencia y reconocí a mi progenitor como algo recordable, sólo le perteneció a él. Fue dueño y señor de su existencia porque la mujer que amaba, la madre de este cronista, se le fue un día de la mano y no regresó nunca, ni siquiera embutida en las formas de otra que sustituyera el vacío que dejó ella. Así, mi padre se gobernó en soledad pues, como solía decirme, a mi madre ni la conocí yo, ni la conocía él, ni la conocía nadie.

Mi viejo enfermó del habla y del apetito. Con las palabras que le quedaron susurraba historias incomprensibles, buscaba su reflejo porque no se reconocía en los espejos y, un mal día, decidió que los charcos eran agujeros que Dios le abría para mandarlo directamente al infierno: un infierno consistente, según otra de esas teorías que derramaba sobre lo que le quedaba de lógica, en un mundo simétrico al nuestro, que se nos mostraba claramente en los días de tormenta y donde todo el mundo iba de cabeza, pisando sobre las suelas de nuestros zapatos.

Cuando tuve el talento suficiente para interpretar las motivaciones de la locura que afectaba a mi viejo, el vecindario escaso de mi pueblo se encargó de ponerme en antecedentes: aquel mal se lo había provocado mi madre y sus andanzas, cosa que yo creí a pies juntillas. Después de todo, mientras hacía prácticas con mi adolescencia, ya había sentido el pesar de la primera decepción amorosa y sabía de la debilidad de la razón ante la fuerza de la emoción pura.

Pese a sus cuitas, que en el supuesto de una enumeración no terminarían nunca, el viejo aguantó lo suyo. De pura delgadez, la piel se le injertó en la carne, la carne se le volvió como la raíz de un roble y el roble resistió hasta convertirlo en un anciano. Digamos que aguardó hasta que me consideró adulto para decidir secarse.

Lo enterramos ayer, vinieron a despedirlo los que venían siempre y, tras el sepelio, me dispuse a registrar su alcoba en busca de las andanzas de mi madre. Uno necesita encontrar esas cosas pese a que el impulso de tal deseo posee una voz que sugiere no hallarlas.

Hurgué bajo el colchón de lana y trapos cuyos hilos retorcieron la soledad de mi viejo hasta absorberle la silueta. Su figura había quedado impresa gracias a una reacción química del sudor con la loneta, como enmarcando el punto de encuentro del vacío con el dolor, como si aquel colchón deforme hubiese sido su tumba mucho antes, el día en que se le escapó la felicidad de un sueño.

Rastreé en los cajones de la cómoda, entre los pliegues de las sábanas que no usó nunca, entre el amarillo del tiempo de cada bordado, entre cada manta con su calor de alcanfor y su frescor mentolado. Abrí puertas de armarios, de baúles, de maletas hasta que, al cerrar una de ellas, como si su equipaje fuese el pulmón del viento, se escapó de su interior un sobre de papel que, de puro olvido, había recuperado su tacto de madera. 

Ni que decir tiene que este sobre acorchado oculta una carta y que, en este momento, mi determinación sucumbe ante la posibilidad de desentrañar el misterio que destruyó lo poco que tuve de familia. Abro con miedo. Se trata de una misiva que nunca fue enviada pues lo poco que se puede leer en el sobre es el nombre incompleto del remitente, mi viejo: Augusto Sánchez Tadeo, el hombre que fue feliz el tiempo suficiente como para convertirse en el loco del pueblo.

En mi destartalado escritorio, con una pequeña navaja de piñonero, voy pelando los bordes de un secreto o de una necedad más. La solapa triangular que permite el acceso al contenido cede y se desprende. Me muestra un papel pequeño, impoluto, casi luminoso de puro contraste con su continente. Con cuidado, ayudándome con la punta de mi navaja, extraigo la carta. Diga lo que diga la tinta que se incrustó en sus letras, según desdoblo los pliegues que aún me ocultan el texto, lo que pienso es que éstas son las últimas palabras de mi padre aunque las dijera hace mucho tiempo.

Lentamente la página se abre con el impulso del temblor de mis dedos.

Por fin, veo. Por fin, leo:

Aranjuez, 6 de Junio de1961

Clara:

Perdona que me vuelva a dirigir a ti.
Estoy en Aranjuez con el niño. En el pueblo me han dicho que te han visto merodeando por aquí. No es que te esté persiguiendo pero, quisiera poder encontrarte y, mirándote a los ojos, explicarte lo que me sucede. He llegado a comprenderlo, he llegado a reconocer el motivo de mi tristeza: no es, como tú piensas, que me obstine en amarte, es que amo tu recuerdo o, mejor dicho, el recuerdo de nosotros dos. Así de sencillo: nosotros dos con la lucha, con el dolor, con el compañero, con la batalla, con nuestra fuerza, con el mando, con el mundo…; nosotros dos con la alegría y con la pena; con la libertad y la condena; nosotros dos cuando fuimos tres y cuando éramos cientos; nosotros dos perseguidos y persiguiendo; nosotros dos con la ternura del hogar, con la infancia de nuestros cuerpos y con todas las palabras que pronunciaban nuestros besos.

Como si una pizarra, ante la imitación del alumno, añorase la caligrafía del maestro

Quiero decir con esto que, cuando nos encontramos la última vez, en aquel tugurio de mala muerte, para lo del dinero, y me describiste, incentivando el castigo de los celos, los senderos alocados por los que caminaba tu nueva vida; me di cuenta de que no eras la mujer que yo amé, que no eras la niña que intenté educar; que no eras ni los labios que besé, ni el espíritu que intenté crear. Eras otra cosa, eras el pasado de nuestro pasado; eras tú antes de mí, eras, otra vez, el egoísmo ingobernable de un incendio, el animal acorazado contra el temor del sentimiento y la muñeca rota que rescaté de las manos de la perdición y el tedio. 

Y entonces, tal como te digo, al descubrir en qué te habías convertido, al estallarme encima tu rendición y retroceso, supe qué era aquello que me estaba sucediendo. Te miré, forcé la mejor de mis sonrisas y pensé: a esta muñeca rota, a este animal miedoso y a la destrucción de este fuego; ya no los quiero. 

En ese preciso instante, también supe que el resto de mi vida continuaría amando nuestro recuerdo.

Salud y república, compañera.

Cojo un mechero, dejo que la llama se acerque al papel, quemo.

Las cartas que no se envían no debería leerlas nadie. Sin duda, pertenecen a un infierno que se oculta en otro mundo, quizá bajo el sucio reflejo de los charcos, esos que pisaba mi viejo.



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