lunes, 5 de mayo de 2014

EL FULGOR





“Los monstruos no son como Dios o como el Diablo, los monstruos existen”, piensa Lucy mientras permite que el silencio entre ambas se alargue y se extenúe.

El tintineo de las cucharas al buscar la conclusión de la sopa ensalza la tensión. Es mejor callar. Decir lo que se piensa significa abrir la puerta a una nueva batalla. Lleva media vida guerreando con Layla, su hija, pero la apuesta por lo inútil se ha agotado. Cada escaramuza en busca de la complicidad, a lo largo de los años, ha dado paso a una nueva afonía. Combate a combate, las dos han ido replegando opciones hasta firmar un armisticio de frases protocolarias, comunes, de una religiosidad impía, a medio camino entre un sermón sin fe y los deseos incrédulos de un rezo.

Lucy, la madre, viendo que la adolescente —tras su aseveración categórica—, no levanta la mirada del plato; se recrea en el entorno recién decorado. Busca ánimo y relax en el orgullo de la obra terminada. Se ha implicado de forma concienzuda en el diseño de los interiores de la nueva vivienda. No ha dejado nada al azar. El azar ya tendrá sus momentos cuando la casa sea un hogar o cuando deje de serlo. Habitación tras habitación ha seguido una guía narrativa: así el otoño, así el amor, así el dormitorio propio; así la luz, así la esperanza, así la habitación de Layla; así la vida, así los sueños, así el salón, la pieza preferida, aquella que aglutina y resume su existencia, sus sentimientos y sus gustos.

La estancia, ante todo, es un espacio que destila sensaciones de orden, de control sobre su amplia dimensión, de matrioska rusa donde lo grande conduce a lo pequeño, a lo sutil, a lo íntimo. Cada mueble, cada detalle decorativo, cada recuerdo, ocupando el espacio que los sentidos permiten a la coherencia. Nada escapa a la línea argumental. El pasado, el presente y el futuro, insinuados, disimulados en el salón a mayor gloria de la estrella fugaz que fue, de la mujer renovada que es, de la madre combustible que seguirá siendo. Todo incrustado. Un juego para periodistas, investigadores, psicólogos y fans supervivientes. En apariencia ningún gran galardón, ningún póster del grupo, ningún instrumento musical. Nada que delate lo efímero, lo real, lo anhelado. Un trampantojo impresionista que, sin mostrar la conjunción de la obra, expone en cada trazo el alma y el ser de Lucy. Algo dentro de algo que perfecciona la simbología de los elementos y la oculta a la vista de los demás, incluso de Layla, su ser más preciado y más distante.

En la estantería principal, al pie de los libros de arte, se encuentra la foto rota y desvaída de sus padres, vapuleada de maleta en maleta, de bolso en bolso, de viaje en viaje.

“Si analizaran la dichosa foto —piensa Lucy— encontrarían la historia de la drogadicción en España en un ejemplar único”.

Cualquier hipnótico, sedante o ansiolítico que se pudiera transformar en un polvo aspirable se ha deslizado corriente arriba, hacia las fosas nasales, puliendo las paredes del retrato familiar convertido en turulo. Todo un ritual de castigo y de condena. Bustain, Maxibamato, Dexedrina, Centramina, Reynol, Mezcalina  y Speed viajando en el tiempo desde la muerte de Franco hasta el final de los años ochenta. Un viaje eslabón entre la infancia y la hecatombe, una raíz podrida pero aún latente, aún viva, nutrida por su propia gusanera, alimento de su propia podredumbre, columna salomónica de su propia resistencia.

Ahí está el retrato, sin marco ni cristal que intente conservarlo. Curvado, agrietado pero en pie, en desafiante equilibrio. Pese a las heridas del tiempo y el desgaste de la foto, aún se distinguen las facciones severas del progenitor dibujando el asco y la frustración que le provoca su única hija. De nada le sirve que la niña le haya salido cantarina y que el nuevo cura del barrio, que tanto tiempo dedica a que su coro cante con nuevas músicas, diga que tiene la voz de un ángel. La niña no es un niño, la niña es fea, la niña es vaga de sí misma, la niña es una condena.

La madre de Lucy sonríe cauta al lado del hombre, refugiada en la escusa de su hija, a salvo de la furia del marido que ahora descarga las palizas sobre la Lucy niña, sobre Lucy antes de llamarse Lucy, cuando sólo tiene diez años y doce y catorce. Las palizas que no cesan aún cuando la niña ya es una mujer, cuando la menstruación llega y no soluciona la incontinencia y no cumple el vaticinio del doctor de cabecera.

Porque Lucy, cuando no se llamaba Lucy, cuando ya tiene diez y doce y catorce años, incapaz de sentir la premura de la micción y anticiparla, aún se mea encima y su mal no cesa. En cualquier lugar llega, sin aviso, sin defensa ante el escarnio de los niños, sin defensa ante la madre que la corre a azotazos por las calles del barrio, sin defensa del padre que, al llegar del trabajo, a cualquier hora de la tarde o de la noche, la golpea duro, por marrana, por meona y por sinvergüenza.

A los dieciséis años, mucho antes de que Lucy dejara de llamarse Adela, en cualquier lugar, siempre delatada por la orina que se le vierte entre las piernas, aún es evidenciada por la madre y aún es sacudida por el padre. Así hasta que en esa misma edad, desarrollada en mujer de cuerpo pleno, endurecida en el odio y en el pánico, tras un lustro de ahorro minucioso, escapa de casa para no volver nunca y cambiarse el nombre al llegar a Valencia.

Es entonces cuando la continencia también llega.

De regreso al salón desde el recuerdo, Lucy descubre que Layla se ha levantado de la mesa. Durante el descuido de la madre se ha saltado el segundo plato y su disculpa habitual por la ausencia de apetito. Se ha saltado también el beso desganado de buenas noches. Desde el dormitorio de la hija estalla, con el volumen de un insulto, una canción de Enrique Iglesias.

Lucy también ha perdido el hambre. Su nueva maestría en el arte de la cocina se desgasta entre silencios y soledades. Sabores, aromas y texturas se desvanecen sin la crítica o el elogio. El placer se neutraliza si no se comparte. Es uno y único, sin contraposición ni diferencia. Quizá a su salón le ocurre lo mismo: si nadie conoce el secreto —la explicación de cada objeto—, el secreto no existe, desaparece.

Sucede de este modo con el oleo en tonos rojizos, amarillos, naranjas y negros; el cuadro sin firma que cuelga de la pared sobre la chaise longue azul turquesa. Al desconocer su realidad oculta, ha sido confundido con un disfraz alternativo,  con el perfil de una ciudad al atardecer, tal vez Manhattan desde el Hudson, con el sol restallando en las vidrieras de los rascacielos. El río posible, que divide la pintura de derecha a izquierda creando un horizonte centrado y rugoso, es una masa oscura, apenas sin reflejos, embravecida en brochazos precipitados, borrones furiosos y líneas desconcertantes.

Nadie acierta con el motivo y Lucy no corrige. Escucha las interpretaciones de sus amigos de antes y de las visitas de ahora. Todas ellas se adocenan en la teoría de los edificios, la puesta de sol, el mar o, tal vez, el río Hudson con Nueva York al fondo.  Nadie sabe que dentro de ese oleo está ella en su primer concierto en Madrid, en el parque de Berlín, cantando con el grupo, con aquella primera formación de Lucy sin Skay y los Diamonds, con los focos tiñendo de rojos y amarillos el mínimo escenario, logrando que el público, como un río, brinque y baile y jalee aquellas letras punk sobre un fondo rockabilly. Caña pegadiza, una mierda según los heavys, una mierda según los rockers, una mierda según los mods. Una delicia provocativa para la peña de la movida. El circo necesita payasos y en España brotan sin más. La selección natural escogerá a los válidos cuando todo se diluya y se extinga. 

Por el momento, a disfrutar del espectáculo.

Ninguno de los componentes de la banda ha estudiado música, se toca de oído, se aprende de colega en colega. Lucy —ya nunca más Adela—, transformada e irreconocible tras sus aventuras valencianas, conserva su voz  y canta de pura rabia y, como ocurre con tantas músicas y tantos músicos del momento, al pergeñar un ruido nuevo logra que la cosa funcione.

Lucy firma su primer contrato en Valencia con un puñetazo de heroína en las venas. El golpe se lo da el productor de turno mientras desarrolla, en una charla interminable y petulante, un plan de vida con el jaco de por medio. Un plan de vida donde el artista, el creador, el forjador de ideas imposibles, debe plantarse ante la muerte día a día, cara a cara, hasta que el arte traspase el límite de lo concebido y morir sea lo de menos. Lo de más es el fulgor de la cerilla, es el fulgor de Hendrix, de Janis, de Morrison, de Sid. El fulgor hace historia, los dioses sacrificados hacen historia, el arte prolongado es mediocre, no hace historia. La heroína es el camino más corto hacia lo eterno. Cuando Lucy se derrite de placer y de muerte sobre la silla del despacho, el productor de turno calla, no cumple con su palabra, no acompaña en el viaje. Dobla el contrato, llama a sus chicos y, mientras cargan con ella, mientras la sacan del despacho, grita extasiado por su propio poder:

—¡Haceos con ella ahora, tíos… Esa zorra, en menos de un año, será una puta mierda!

Para cuando la banda llega a Madrid a presentar el primer disco en sociedad, Lucy ya está enganchada, su voz se ha transformado en un gruñido placentero y las letras punk se le tornan en poesía mezclada con guitarrazos en cuatro por cuatro. Algo de la Velvet con algo de Patti y el estilo psichobilly de los Stray Cats. Algo que parece de allí pero que es de aquí. Todo un éxito dilapidado en tres álbumes y una película mítica y estúpida.

A los pocos días de aquel primer concierto, encontraron el cadáver de su productor ahogado por su propio vómito. Nadie pensó en el fulgor de él, para eso ya tenían a Bon Scott. Gracias al álbum homenaje que grabo Lucy, se incendió el fulgor de ella.

Lucy pintó el cuadro algunos años después durante su terapia de pinceles en la granja para yonkis adinerados. Lo pintó  con una memoria imposible y extracorpórea, como si durante aquel primer concierto en Madrid hubiese logrado verse a sí misma, hubiese danzado ante sí misma, hubiese brincado y jaleado ante sí misma…

Probablemente como el Hudson ante los rascacielos de Manhattan.

“¿Qué es lo que me ha dicho Layla?” —se pregunta Lucy en voz alta. Vuelve a servirse vino y, ya de paso, se enciende un cigarrillo. Los médicos le han prohibido lo uno y lo otro pero lleva unos meses sin hacerles caso. Ha tomado decisiones, ha vuelto a los fármacos, a la búsqueda del fulgor, a soplar sobre sus cenizas para reavivar las ascuas. Apura la copa. La renueva mientras repite con insistencia un par de versos. Forman parte de una estrofa oculta en una canción de cierre, de las de cara B del disco, descartada por la compañía de su último proyecto en solitario. 

"Los discos ya no tienen dos caras", fue todo el argumento:

Lucy se mece y ronronea en el salón vacío:

…prohibida mi vida,
prohibidme mi muerte…

“¿Qué es lo que me has dicho, Layla? —casi repite Lucy sin darse cuenta, adormecida y en voz baja, afectada por la botella que se ha bebido y el Lorazepam que ha trasegado— ¿Que deje de tratarte como a una niña? ¿Que deje de preocuparme tanto por ti? ¿Que hablarte de monstruos, a estas alturas, es como hablarte de Dios o del Diablo?”

La mirada de Lucy busca la nitidez en la distancia. Baila la mano que sujeta la copa, baila la mano que sujeta el cigarro, baila su trasero en la silla, sus caderas conjugándose con el muelle de la espalda, su cintura cambiando el paso, su cabeza rebuscando otra estrofa de la misma canción.

…sabed que acostumbro
a saltar de los puentes…

Lucy contonea la letra en sus labios, suena más joven cuando está borracha. Al otro lado de la estancia distingue el final de todo su juego. Invariablemente, desde que concluyó la decoración de la casa, desde que regresó al alcohol, al tabaco y a las pastillas; su mirar termina en el mismo punto del salón, en la misma mesilla junto al butacón de la lectura, en la misma composición donde un despertador, callado y marchito, aguarda un milagro ante un capullo intacto de rosa seca, curvada sobre su propio tallo como un interrogante final y sin respuesta.

Entonces Lucy piensa en ese hombre, en el padre de Layla, en el hombre que le regaló esa flor al conocerla; en el joven y manoseado amor, en el cobarde e incomprensible amor, en el quimérico y venenoso amor que, llenándola de todas las vidas posibles, huyó sin más para que el desengaño, como en los antiguos cuentos, los que nadie le leyó cuando era niña, la transformase en una mujer vieja.

—¿Cómo que no existen los monstruos, Layla! —grita en seco, como un frenazo a su propio pesar, a sus propios pensamientos.

Nadie contesta, ni la música.

Meneando el cigarrillo, como si fuera batuta ante una orquesta, mientras el humo se enrosca y retuerce en claves de sol fugaces e imperfectas, Lucy canturrea:

“…Layla, you've got me on my knees…
…Layla, i'm begging, darling please…
...Layla...”                                            

Luego su voz se apaga en llanto en el salón y desde la habitación de su hija llega una vez más, con ese volumen innecesario y humillante, el último fulgor de Enrique Iglesias.

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