Este hombre que cae, hace muchos años que
saltó por la ventana.
Si rebobinases la cinta, descubrirías que
lleva ejecutando el mismo salto desde que la vida lo viese aparecer entre las piernas de una madre pobre y confiada. Asistirías también a ese
momento de nacer en el que la monja matrona lo aparta en silencio, lo envuelve entre
paños y lo aleja del paritorio para que nadie pueda atestiguar llanto alguno.
Comprobarías cómo, desde esos brazos religiosos, efectúa una pirueta
cualitativa y da en aterrizar, sin apenas daño, en un hogar suntuoso, en el seno
de una familia bien, entre un grupo de gente que simula que lo amaba antes
de que al niño se le antojase el mundo.
Sigue la progresión de su caída y, desde
ese instante, avanza con rapidez el visionado. Lo verás posarse en los
mejores colegios, en los mejores institutos, en las mejores universidades y academias. Observa
cómo es expulsado de cada institución, cómo sale despedido de cada una de ellas
sin apenas tomar conciencia de las faltas cometidas. Da fe de cómo ingresa indemne en
otros tantos organismos, reforzado en la creencia de su impunidad divina, denigrando de
forma paulatina su empatía hacia los seres humanos mortales y corrientes, los seres que papá paga para que den por justo lo que sea necesario.
Si ralentizas la imagen, y lo miras de cerca
mientras gira una y otra vez sobre sí mismo, podrás observar cómo la fricción
del viento logra añadirle el tiempo de cada una de sus edades. Míralo envejecer
a veinticuatro horas por segundo. Observa cómo se deshilan sus facciones, cómo se
enredan en la atmósfera y desaparecen. Percibe su degradación minúscula, la
forma en que sus poros se desprenden y ascienden regresando, ingrávidos, al
vórtice del reloj de arena.
Presta atención a sus ropas, detalla cómo
mutan sus colores y sus formas, cómo se andrajan
y dan paso a otras modas, a otras vestimentas, y cómo, en cada proceso, todas
ellas, van pareciéndose cada vez más a las que viste mucho más abajo, en la
planta treinta y nueve del edificio de oficinas desde donde rige, ya anciano,
el emporio financiero que lleva las siglas de su nombre, las siglas con las que anhela un planeta que no le corresponde.
Si aceleras la imagen, descubrirás cómo se
estrella contra la claraboya de su primer despacho. Detente en ese momento, recréate
en la figura de este hombre atravesando la vidriera, fotograma a fotograma, nadando entre
la nube de aristas que se flexionan y rompen para abrazar su cuerpo, que
estallan y caen a su lado cuando todo él rebota sobre el suelo. Mira cómo su boca
se adapta para dejar que la sangre escape y ascienda. Haz zoom sobre cada
partícula, sobre cada burbuja flotante, y ahora, sin previo aviso, vuelve
a pasar rápido la cinta. Comprueba cómo todo se aplasta, cómo los cristales
regresan y se incrustan en la vieja alfombra, cómo desaparecen licuándose en un
proceso de erosión infinitesimal, casi imperceptible. Asiste a la evolución de
la sangre, se testigo de cómo se recompone, de cómo encuentra su fuente, de cómo se
esconde tras cada orificio, de cómo se filtra en los intersticios de cada herida.
Recupera la velocidad pactada y atiende a la
reacción de este hombre que se incorpora como si nada le hubiese ocurrido. Míralo en los ochenta, sin cortes ni magulladuras, embadurnando con gomina su peinado, vistiendo americanas con hombreras, camisas celestes con cuellos blancos impolutos, cuellos sin corbata tal como indica el serial policíaco de moda. Encuádralo ajustándose vaqueros desgastados en fábricas infantiles, aparentando juventud y cercanía, enfundando sus pies en castellanos granates, con antifaz y penique, que lo muestran mundano, versado en las tradiciones del poder económico, perteneciente a algún
grupo elitista desconocido y oculto.
Obsérvalo crecer en densidad y volumen de negocio. Distingue la mutación de los
decorados, del color de las paredes, de los cuadros y ornamentos. Centra tu
mirada en lo que ocurre ahora, diez años después, mientras recibe los aplausos
de sus empleados, mientras firma documentos y todo el mundo ríe con cada una de
sus carcajadas, con cada una de sus rúbricas. Baila con él en este día de celebración de dividendos, espía mientras se cepilla a su secretaria personal sobre la mesa de reuniones, fisgonea entre sus promesas, entre sus acuerdos de palabra, entre sus licencias para adquirir esclavos. Avanza
hasta el instante en que se ha quedado a solas, desnudo ante el amanecer de las siete treinta, a salvo del detritus de la fiesta, en el despacho que por fin
abandona para hacerse más grande. Abre el diafragma y distingue cómo su ego plenipotenciario estudia la ciudad que
circula aletargada en el inframundo. Ve cómo, una vez más, este hombre abre el
ventanal, cómo se encarama al alféizar, cómo ruge victorioso, cómo muestra su desafío a toda ley, cómo se lanza al vacío invernal y susurrante.
Sigue su vuelo, desciende con él
piso a piso, mírale abrir los brazos y planear hasta estamparse contra la
cúpula del banco que va a gobernar a su antojo. Escucha cómo tiembla el
edificio, cómo la tensión de la bóveda cede y se resquebraja con el impacto; cómo caen los cascotes y el estruendo inunda la escena de la junta de accionistas.
Ábrete camino entre los escombros y el polvo en suspensión. Encuadra los
cadáveres cosechados, busca a este hombre y, cuando lo encuentres, hazle un plano cámara en mano. Descubre su guerra, enfoca la explosión de la cerilla, aguarda a que incendie ese puro enorme y describe una panorámica suave sobre la longitud del habano.
Permite que fluya el humo, que se funda con las partículas
del desastre, que te lleve hasta las facciones de este hombre treinta años después y descubre su gesto simple y pleno, su mirada fría y ausente. Grábalo ahora mientras enferma y se marchita, atiende a la leve mueca con que engarza una sonrisa, muestra el temblor de sus brazos al incorporarse del sillón de presidente, persigue el inicio de su carrera hacia el ventanal último, captúralo mientras pronostica que su próximo salto le hará caer, con todo su peso, sobre los cimientos del mundo, sobre el universo entero.
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