lunes, 6 de abril de 2015

YO, DELINCUENTE

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Yo, delincuente, me confieso ante usted, señor agente de seguridad de España ─este país tan suyo como mío─, porque pese a disponer en este estado de una Constitución que asegura que soy un ciudadano libre, con capacidad para expresar mi opinión social, política, cultural y religiosa; con capacidad para reunirme con quien crea oportuno; y con capacidad para quejarme y unir mis quejas a los de otros ciudadanos sin caer en delito alguno; más pronto que tarde me veré diciéndole esto mismo a la cara mientras usted, o algún compañero suyo, me retiene en una sala de interrogatorio por el hecho de haber escrito y publicado este texto u otros cuyos contenidos se le parezcan.

Y me confieso ante usted, y no ante un juez, un fiscal y los letrados de toda índole que pudieran defender mi causa, porque el gobierno corrupto de España ha sacado una ley a la que pienso desobedecer tal y como hago ahora mismo, mientras escribo, ya que cada una de estas palabras atenta contra ella, contra esa norma.

No sé si usted sabe ya que esa ley unifica todo el derecho penal, habido y por haber, y lo pone en sus manos de policía para que usted sea el primer administrador de justicia y resuelva penas, multas y condenas según crea conveniente. Si aún no se ha enterado, yo se lo confirmo, se lo advierto y doy permiso de antemano: soy un delincuente, haga usted conmigo lo que le venga en gana ya que, en España, he perdido la totalidad de mis derechos universales e inalienables.

Dirá usted que exagero, que la “Ley de Protección Ciudadana” que se ha sacado de la manga el Ministro de Interior de España, el señor Fernández Díaz ─convirtiendo este país nuestro en un país suyo─, y que ha titulado con tan sangrante y esperpéntico eufemismo, sólo pretende agilizar procesos tratándolos tan “en caliente” como las deportaciones a los inmigrantes que intentan saltar la valla de Melilla.

Como si esos procesos judiciales fueran los que más urge agilizar…

Yo le contestaré, si usted me dice esto, que ese cuento lo conozco no por haberlo sufrido en carne propia ─que algo sí, usted lo sabe─ sino por haber estudiado historia, haber investigado la historia y haberme horrorizado con la repetición cíclica y brutal de la historia de los malos gobernantes y de los dictadores.

Yo quisiera, agente, que usted entendiese que no tengo más remedio que seguir luchando contra esta injusticia. Es más, quisiera que usted no admitiese este encargo funesto y se negase a hacer uso de él; que se negase, en definitiva, a ser juez y parte. Porque usted no opositó a policía para desahuciar, para golpear a inocentes, para defender a los corruptos de España o para ordenar silencio absoluto a los que hablamos de forma diferente.

No. Usted terminó su bachillerato y, en lugar de estudiar una carrera, buscó un empleo estable de funcionario, con sus pagas mensuales aseguradas, sus trienios, sus quinquenios y su ascenso en el escalafón según pasaran los años. No. Usted, a buen seguro, al elegir esta ocupación tan sólo pretendía dar un servicio a esos ciudadanos inocentes, todos, hasta que se demostrase lo contrario. No. Usted y la mayoría de sus compañeros sólo buscaban detener a los presuntos culpables y ponerlos en manos de la justicia garantista que arropaba el marco de nuestra Constitución la cual, con la nueva ley, quedará desprotegida para que los cacos hagan de ella cuanto les apetezca.

Usted me lo contaba así cuando era amigo mío, mucho antes de que los ladrones llegaran al poder. Usted no quería este cáliz pero, claro está, como bien sabemos ambos, usted deberá cumplir órdenes si quiere conservar el puesto, las pagas, los trienios y la posibilidad de seguir medrando escalafón a escalafón. Por este motivo usted está donde está y no está donde debería: luchando como tantos ciudadanos contra la injusticia en un país que se ha vuelto absurdo según lo ha ido moldeando el poder de los corruptos.

Pero permítame que le recuerde que usted, cuando éramos compañeros de estudios, también se apasionó por la historia y también investigó los procesos que desembocaron en la locura del fascismo, tanto en España como en Europa, y que incluso se leyó, ávido, las conclusiones de los Procesos de Nuremberg en los cuales se juzgó a funcionarios, doctores, jueces y dirigentes del partido nacionalsocialista de Adolf Hitler.

¿Lo recuerda usted? Era uno de sus temas favoritos.

¿Recuerda usted que el principal instrumento de la defensa de aquellos sanguinarios verdugos fue recurrir a un término denominado “obediencia debida”? ¿Recuerda usted que semejante recurso no sirvió para exculpar a ninguno de los acusados? ¿Recuerda usted que en las conclusiones de los jueces se hacía mención a la ética, al discernimiento del bien y del mal, como punto de partida para acatar, o no, una orden recibida? ¿Recuerda usted que el ser humano está sujeto a dicho discernimiento en el ámbito legal ya que esa facultad es madre de cualquier código de justicia en un estado democrático?

Espero por nuestro bien que así sea, que usted recuerde o que vuelva a investigar cómo se desarrollaron este tipo de leyes en otros ámbitos, en otros países hermanos, en otras democracias abolidas en los patíbulos de la historia. Espero que se dé cuenta de todo el mal que es capaz de colarse, siempre con hambre atrasada, por los poros de leyes como la que está a punto de afectarnos. Espero que llegue a la conclusión, certera, de que toda dictadura ha usado leyes tan putrefactas como ésta para asegurar su permanencia en el poder, para asegurar sus aquelarres y festines, para asegurar sus dispendios, sus hurtos y sus estafas.

Espero que, cuando venga a detenerme, usted no recuerde que fuimos amigos sino que, viéndose en uso de este antiguo poder absoluto y subterráneo, recuerde que la “obediencia debida” le sitúa más cerca de cualquier animal depredador que del ser humano con quien compartí estudios.

Espero que sea así y que usted no me espose las manos, que baje las suyas, que hable con sus compañeros y compañeras, que les pida que hagan uso de su discernimiento entre lo que está bien y lo que está mal y que, de este modo, entre todos, recurriendo a la objeción de conciencia, impidan esta tragedia que no consiste en llevarme preso sino en no dejarme opinar y compartir mis pensamientos. 

Hágalo usted así y, por favor, aunque le cueste el puesto, el sueldo y el escalafón, déjeme la palabra que tanto tiempo atrás compartimos y gritamos juntos: la libertad que exigíamos servía tanto para sus ideas como para las mías.



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