domingo, 5 de julio de 2015

EL PLACER DE LAS MARIPOSAS

AUTOR MANUEL F. TORRES



Las mariposas somos nosotros.

No busquéis un batir de alas en otra especie que no sea la nuestra. Nuestro comportamiento, su acción e inacción, es el verdadero motor del caos humanitario que se extiende a lo largo y ancho de la vida de este planeta único.

Miramos pero no atendemos, asimilamos pero no reaccionamos, acumulamos conocimiento pero no hacemos nada para que lo experimentado genere soluciones. Nos neutralizamos y dejamos que el amplio espectro de la enfermedad se extienda.

En términos generales, nos impregna la realidad cercana, la de nuestra familia y amigos. A un grado de separación más allá, nos interesa y preocupa el funcionamiento de la empresa para la que trabajamos así como la situación laboral de nuestros compañeros y compañeras de trabajo. Con estos últimos podemos tomar un refrigerio, salir una noche o tener concertada la partidita de los viernes, pero poco más. Somos esporádicos en lo que se refiere a ampliar y cuidar la parte más humana de nuestras relaciones diarias porque, a fin de cuentas, bastante tenemos con los contactos emocionales cercanos. Vamos a lo nuestro y todo lo demás es lo que le ocurre al mundo exterior, a una sociedad que, salvo contadas ocasiones, se extiende más allá de la república independiente de nuestra casa. Una sociedad hormiguero a la que negamos el saludo. Salvo si nos encontramos a solas con el tendero chino o, por poner otro caso, con la abuelilla del quinto que siempre se afana con el carrito de la compra y las puertas del ascensor; preferimos pasar por la vida cotidiana de los demás de puntillas y escudados.

Sin duda, esto que digo de nuestro comportamiento habitual, no se da del mismo modo en poblaciones pequeñas. Pero, en el momento que nuestro entorno cobra la apariencia de una ciudad, dejamos a la sociedad masificada de puertas para afuera, como si no existiera, hasta que recibimos en el buzón no el electrónico sino el de metal, ese que tenemos en el portal y que ya apenas sirve para otra cosa que no sea para recibir propaganda─ la carta del banco con el aviso de impago, la noticia que nos informa de la invención de un nuevo impuesto, o el recadito de que debemos volver a remozar la fachada de nuestra vivienda. Sólo en esos momentos creyendo que lo que se nos pide es algo negativo─ tomamos conciencia de que formamos parte de un todo y terminamos preguntándonos qué hace la sociedad por nosotros para que nosotros nos veamos obligados a hacer algo por la sociedad. Le damos la vuelta, en un santiamén, al afamado discurso de J.F.K. aún sin conocerlo. Siendo más claro: no nos cuestionamos qué podemos hacer por nuestro país.

Es natural que esto sea así. Por lo que a mí respecta, la palabra “país” como fuente inspiradora de sentimientos identificativos, me aburre, no me motiva. Si lo pensáis, la propia idiosincrasia del término incluye la diferenciación como principal línea argumental: se es de aquí ─del país que sea─ pero no se es de allá ─de cualquier otro territorio─; los habitantes de este país tienen unas características que no poseen aquellos que son de otro; en este país se habla esta lengua y no otra… pertenecer a un país, en definitiva ─tal y como nos venden la idea─, debe señalar características tan sublimes y distintivas que, por ellas, seamos capaces de jugarnos la vida defendiéndolas. Uno no puede ser patriota si no siente estas diferencias.

Pero, decidme, ¿creéis que estas sencillas particularidades, hoy en día, se le pueden atribuir a la ciudadanía de España, de Francia, de Alemania?...

No. Sabemos que somos mixtura caduca y regenerativa al mismo tiempo; migración genética constante, migración territorial y cultural desde que el hambre es hambre. ¿Qué significa, entonces, ser de un país a estas alturas de la evolución? Es sencillo responder a esta cuestión. Ser de un país significa formar parte de un conjunto humano que acepta una jurisdicción ─autónoma de la de otro conjunto social─ con toda la amplia gama de matices que encierra esta palabra. Con aceptar las leyes comunes, registrarse en el aparato administrativo de la agrupación y reconocer hasta dónde se limita la vigencia de las normas, usted pertenece a un país. Así de fácil. Por comparación y minimización, ser de un país viene a ser lo mismo que pertenecer a una comunidad de vecinos si ésta tuviera una capacidad judicial independiente. Por lo tanto, lejos ya de conciencias patrióticas, un país es un sistema administrativo con fronteras. Ni más ni menos. De ahí que, para mi gusto, la palabra “estado” aglutine mucho mejor este conjunto de características burocráticas. Máxime si, como se ha postulado en Europa desde la constitución de la UE, las fronteras entre los miembros adscritos a dicha unión han desaparecido. Ateniéndonos a esa maravillosa zanahoria que se nos colocó ante el hocico, un ciudadano madrileño, por ejemplo, debería sentirse súbdito del estado español y su sentimiento patriótico (caso que este sentimiento sea necesario) podría fijarlo en Europa. A buen seguro, esto es lo que le ocurre a un neoyorquino, respecto a los EEUU, de la forma más natural.

Pero no, en Europa, no. El sentimiento patriótico del europeo no existe.

Y esto es así porque en Europa tenemos hazañas bélicas que infectan de rencor nuestro ADN desde la antigüedad. Al mismo tiempo, somos artífices de uniones territoriales que fracasaron una y otra vez; tenemos entidades bancarias que nunca partirán de cero ni aun creando bancos centrales, ni aun inventando esa moneda única que debía igualar el estatus económico de cada estado integrante; y, para remate, en la actualidad, tenemos dirigentes que sienten el federalismo como esa comunidad de vecinos a la que antes me refería: con muros invisibles bloque tras bloque, interés económico tras interés bursátil, camuflando las barreras pero manteniéndolas.

Hemos arraigado el lastre. No lo podemos soltar y levantar el vuelo o, mejor dicho, los que pueden hacerlo no saben por dónde empezar. Ninguno de los estamentos que se encargan de gobernar la Unión es consciente de que la escena social pide a gritos que esta forma de interpretar el país europeo cambie; que en Europa ya no se es de ningún sitio en concreto; que toda una generación joven, y todavía amplia, no tiene un idioma sino dos o tres o cuatro; y que esas fronteras que derribó el comercio permitieron, en su caída, que las diferentes culturas traspasaran, se uniesen, tuvieran hijos y, para mejora de esta especie, se mezclasen sin remisión, sin vuelta atrás.

Para colmo de males, en esta nueva intentona de unificación, apareció la crisis económica mundial y a la manta europea se le agrietaron las costuras para mostrar los verdaderos entresijos heredados de aquel Mercado Común Europeo. Descubrimos entonces, asombrados, que los ciudadanos europeos no éramos iguales por mucho que nos hubiésemos mezclado; que nuestros intereses no eran comunes; que tampoco lo eran nuestros derechos societarios y que se nos diferenciaba entre una Europa del Norte y otra del Sur. Una Europa del Norte que había invertido y adquirido bienes y fondos en la Europa del Sur y que, temiendo el descalabro de sus finanzas, reglamentó la devolución de todos los préstamos concedidos recurriendo a pantomimas denominadas rescates. Un remedo de ayuda que no hacía sino condenar a cada estado desfavorecido y con las cuentas bancarias falseadas a hacer reformas de calado en las reglas laborales y de gasto público. Una trampa de usurero que consiste en prestar dinero a esos estados afectados gravemente por los juegos arriesgados de su banca privada para iniciar una recaudación viciosa, in crescendo debido a la carga de intereses elevadísimos, que se podría resumir con esta secuencia interminable: te presto para que me devuelvas tu deuda acumulada mientras los intereses de mi nuevo préstamo hacen tu deuda más grande y te ves obligado a pedir un nuevo "rescate" que ya veré si te concedo, o no, dependiendo de lo que modifiques las políticas de tu país de antes, ese que creías gobernar y cuya potestad sobre el mismo correspondía a sus habitantes. 

Y, así, ad eternum.

Como digo, un ejercicio de condena económica que, de forma indefectible, termina siempre en un desastre humanitario. África, sin ir muy lejos, es un ejemplo claro de lo que han significado históricamente estas prácticas. Un continente entero hundido y sin capacidad para intentar ponerse en pie. Un continente al que miramos pero no atendemos, cuyos descalabros asimilamos pero ante los cuales no reaccionamos salvo que, para salvarnos o para cubrir las apariencias de un expediente, nos contagie su miseria en forma de virus o de patera.

Pero si bien África es la gran historia de lo mal que se pueden hacer las cosas, sean cuales sean, ahora, en Europa, asistimos al desastre griego que tiene el mismo origen corrupto que Portugal y que España después de transiciones mal cerradas y la miramos como si la cosa no fuera con nosotros, como si, de pronto, también hablásemos de África, como si nosotros estuviésemos a salvo. No aportamos soluciones y a todo un pueblo lo convertimos en un número rojo de cuenta bancaria. ¡Qué paguen decimos─ o fuera! ¡Qué acepten y voten sí a Europa, o fuera! ¡Qué se ahoguen en un mar de deudas imposibles de pagar o que se mueran! ¡Todos pagamos! ¡Si ellos no pagan, fuera!

¿Todos pagamos? Espero que nadie se lleve las manos a la cabeza ante lo que voy a decir pero la realidad es que, en este planeta tan esférico, ningún estado paga sus deudas. Paga el recibo del trimestre pero nunca se cubre la deuda entera. Es el principio básico de lo que conocemos como el mercado de deuda externa. El país que adquiere deuda de otro país sabe que ésta no se liquidará jamás y en eso consiste el negocio redondo, en los intereses y en la posibilidad de revender esa deuda a terceros, según cotizaciones, cuando merezca la pena. Salvo una excepción, la que ocupa a la Europa del Norte respecto a la Europa del Sur: la ejecución de esa deuda cuando los mercados de inversión autóctona están en serio peligro de colapso. Es entonces cuando se obliga al pago integral de la deuda a sabiendas de que éste no podrá realizarse. En ese momento el negocio se vuelve despiadado, el negocio se convierte en un puñal en la garganta, el negocio mata pero, antes de hacerlo, te desangra.

Y de este modo, en Europa, comenzamos a batir nuestras alas de mariposa e iniciamos una guerra encubierta, un conflicto armado donde ya no se utilizan tanques, cañones y tropa (eso lo dejamos para el tercer mundo); se utiliza la macroeconomía.

En el diario InfoLibre, afirma mi admirado Ramón Lobo, en un artículo reciente sobre el interrogante que ha abierto esta nueva fase de la crisis griega; que “se sabe cómo comienzan las guerras, pero no cómo terminan”. Para mi humilde entender, este enunciado es erróneo. En realidad, ni siquiera nos planteamos cómo comienzan las guerras pero sí sabemos cómo terminan. Nos trae sin cuidado, por decirlo de otro modo, cuál es el origen de nuestro problema y, por eso, aun conociendo el resultado final inexorable, repetimos sistemas.

Me explico:

Todos incluso los niños sabemos cómo iniciar una guerra. Es sencillo. Uno tan sólo debe apostar por atacar cuando encuentra oposición a la consecución de sus deseos, estén justificados o no. Agredir sin atender a cualquier tipo de diálogo, de negociación o de trato. Se acomete, se inicia un conflicto y se vence o se pierde. La historia reciente está repleta de ejemplos que dan testimonio de este proceso simplificado. Ahora bien, esto que expongo en realidad no atiende al "cómo" se genera la chispa del conflicto, sino al "qué". ¿Y qué es necesario para que surja ese fogonazo violento? En resumidas cuentas, esto: que tú tengas algo que yo deseo y que yo no atienda a razones.

Prosigo.

Todo conflicto armado mantiene en su historial miles de pequeñas causas y, en diferente grado, decenas de motivos enormes que van marcando su camino como si de un puñado de mechas encendidas se tratara. La tendencia cuasi irremediable de todas ellas consiste en lograr que se prenda la mascletá y que todo salte por los aires. Da igual que sólo una cumpla su misión o que la cumplan todas. El efecto sigue siendo la explosión final. Si quisiéramos culpar del origen de las hostilidades a la existencia de esas mechas, pronto caeríamos en la serie de acontecimientos: alguien tuvo que poner las mechas, alguien dio la orden de que fueran puestas y, así, llegaríamos hasta la prehistoria para constatar que estaríamos dando respuesta al "cuándo". Como si de la escena inicial de "2001, Odisea Espacial" se tratase, veríamos a un homínido utilizando una herramienta para matar y encender las mechas de esa mascletá degenerativa que es la violencia.

Pero la cuestión del "cómo" sigue sin revelarse. ¿Cómo movimos las alas para provocar el caos? ¿Cómo hemos llegado a esto?

Cada vez que alguien, al contemplar los resultados de una catástrofe bélica, se hace esa pregunta, debe buscar y encontrar su propia voz interna; una voz que ocultamos en lo más recóndito de nuestro espíritu milenario; una voz que al ser hallada nos susurrará: 

“Hemos llegado a esa situación buscando nuestras dosis, individuales pero diferenciadas, del placer que proporciona la victoria”.

Así es como movemos esas alas terribles, buscando la satisfacción de nuestras ansias primarias: vencer, someter, acumular, ampliar… Nos comportamos como el macho alfa de una manada de gorilas aunque nos jactemos de haber dejado la selva. Vencemos a nuestros rivales, los sometemos, acumulamos hembras con las que procrear y aumentamos nuestra expansión. Cuando lo logramos nos subimos al Empire State y, con el pecho henchido del placer obtenido, nos lo golpeamos a modo de tamtam para que todos sepan cuán satisfechos nos sentimos con la victoria. Así es como enseñamos y transmitimos la experiencia placentera, así es como nos imita nuestra comunidad de vecinos, así es como el placer animal se convierte en una necesidad colectiva, en una necesidad de tribu, de clan, de pueblo, de país, de continente, de masa alienada y, finalmente, de ejército atacante. Si, por el contrario, enseñásemos y transmitiésemos el placer que proporciona la solidaridad, la cosa cambiaría de forma radical.

Termino.

Cuando las tropas aliadas, durante la Segunda Guerra Mundial, descubrieron el campo de concentración alemán de Dachau, horrorizados se hicieron esa misma pregunta: ¿Cómo había sido posible todo aquello? ¿Cómo se habían llevado a cabo en aquel campo, durante un periodo de dos largos años,  más de 70.000 asesinatos e incineraciones sin que nadie hubiese intentado detener el horror? ¿Cómo, ante el evidente hedor a muerte y a carne chamuscada, ninguno de los habitantes del pueblo cercano ─del mismo nombre que el campo de extermino─ había tomado partido para organizar a los vecinos y detener la masacre?

La tropas estadounidenses, a modo de escarnio, obligaron a los habitantes del pueblo a entrar en el campo, a comprobar la realidad del horror nazi y concluyeron esa misión haciéndoles las mismas preguntas que todos ellos se planteaban. La inmensa mayoría contestó que no eran conscientes de que aquello hubiera estado sucediendo…

Pues así es, para quien tenga dudas, como terminan las guerras: con gente con mariposas que, tras mover las alas por mero placer, por sueños de prosperidad y dominio, sin importarles el conocimiento real del desastre que avecinan, declaran, cuando todo se detiene, que no tenían ni idea de que tanto horror estuviera sucediendo ante sus narices y su mirada obtusa.

Hoy, el nuevo campo de concentración es Grecia. Ya lo estamos alambrando, ya construimos crematorios en su interior sin apenas importarnos pese a que, esta vez, ninguno de nosotros podrá decir, jamás, que no sabía cómo termina una guerra y cómo no se deben mover las alas..


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