Las
mariposas somos nosotros.
No busquéis
un batir de alas en otra especie que no sea la nuestra. Nuestro comportamiento,
su acción e inacción, es el verdadero motor del caos humanitario que se
extiende a lo largo y ancho de la vida de este planeta único.
Miramos pero
no atendemos, asimilamos pero no reaccionamos, acumulamos conocimiento pero no
hacemos nada para que lo experimentado genere soluciones. Nos neutralizamos y
dejamos que el amplio espectro de la enfermedad se extienda.
En términos
generales, nos impregna la realidad cercana, la de nuestra familia y amigos. A un grado de separación más allá, nos interesa y preocupa el funcionamiento de
la empresa para la que trabajamos así como la situación
laboral de nuestros compañeros y compañeras de trabajo. Con estos últimos podemos tomar
un refrigerio, salir una noche o tener concertada la partidita de los viernes,
pero poco más. Somos esporádicos en lo que se refiere a ampliar y cuidar la
parte más humana de nuestras relaciones diarias porque, a fin de cuentas,
bastante tenemos con los contactos emocionales cercanos. Vamos a lo nuestro y todo
lo demás es lo que le ocurre al mundo exterior, a una sociedad que, salvo
contadas ocasiones, se extiende más allá de la república independiente de
nuestra casa. Una sociedad hormiguero a la que negamos el saludo. Salvo si nos
encontramos a solas con el tendero chino o, por poner otro caso, con la
abuelilla del quinto que siempre se afana con el carrito de la compra y las
puertas del ascensor; preferimos pasar por la vida cotidiana de los demás de
puntillas y escudados.
Sin duda,
esto que digo de nuestro comportamiento habitual, no se da del mismo modo en
poblaciones pequeñas. Pero, en el momento que nuestro entorno cobra la
apariencia de una ciudad, dejamos a la sociedad masificada de puertas para
afuera, como si no existiera, hasta que recibimos en el buzón ─no el electrónico sino el de metal,
ese que tenemos en el portal y que ya apenas sirve para otra cosa que no sea para
recibir propaganda─ la carta del banco con el aviso de impago, la noticia que nos informa de
la invención de un nuevo impuesto, o el recadito de que debemos volver a remozar
la fachada de nuestra vivienda. Sólo en esos momentos ─creyendo que lo que se nos pide es
algo negativo─ tomamos conciencia de que formamos parte de un todo y terminamos
preguntándonos qué hace la sociedad por nosotros para que nosotros nos veamos
obligados a hacer algo por la sociedad. Le damos la vuelta, en un santiamén, al
afamado discurso de J.F.K. aún sin conocerlo. Siendo más claro: no nos
cuestionamos qué podemos hacer por nuestro país.
Es natural que esto sea así. Por lo que a mí respecta, la palabra “país”
como fuente inspiradora de sentimientos identificativos, me aburre, no me motiva. Si lo
pensáis, la propia idiosincrasia del término incluye la diferenciación como
principal línea argumental: se es de aquí ─del país que sea─ pero no se es de
allá ─de cualquier otro territorio─; los habitantes de este país tienen unas
características que no poseen aquellos que son de otro; en este país se habla
esta lengua y no otra… pertenecer a un país, en definitiva ─tal y como nos
venden la idea─, debe señalar características tan sublimes y distintivas que,
por ellas, seamos capaces de jugarnos la vida defendiéndolas. Uno no puede ser
patriota si no siente estas diferencias.
Pero, decidme, ¿creéis que estas sencillas particularidades, hoy en día,
se le pueden atribuir a la ciudadanía de España, de Francia, de Alemania?...
No. Sabemos que somos mixtura caduca y regenerativa al mismo tiempo;
migración genética constante, migración territorial y cultural desde que el
hambre es hambre. ¿Qué significa, entonces, ser de un país a estas alturas de
la evolución? Es sencillo responder a esta cuestión. Ser de un país significa
formar parte de un conjunto humano que acepta una jurisdicción ─autónoma de la
de otro conjunto social─ con toda la amplia gama de matices que encierra esta
palabra. Con aceptar las leyes comunes, registrarse en el aparato
administrativo de la agrupación y reconocer hasta dónde se limita la vigencia
de las normas, usted pertenece a un país. Así de fácil. Por comparación y
minimización, ser de un país viene a ser lo mismo que pertenecer a una comunidad de vecinos si
ésta tuviera una capacidad judicial independiente. Por lo tanto, lejos ya de
conciencias patrióticas, un país es un sistema administrativo con fronteras. Ni
más ni menos. De ahí que, para mi gusto, la palabra “estado” aglutine mucho
mejor este conjunto de características burocráticas. Máxime si, como se ha
postulado en Europa desde la constitución de la UE, las fronteras entre los
miembros adscritos a dicha unión han desaparecido. Ateniéndonos a esa
maravillosa zanahoria que se nos colocó ante el hocico, un ciudadano madrileño,
por ejemplo, debería sentirse súbdito del estado español y su sentimiento
patriótico (caso que este sentimiento sea necesario) podría fijarlo en Europa.
A buen seguro, esto es lo que le ocurre a un neoyorquino, respecto a los EEUU, de la forma más
natural.
Pero no, en Europa, no. El sentimiento patriótico del europeo no existe.
Y esto es así porque en Europa tenemos hazañas bélicas que infectan de
rencor nuestro ADN desde la antigüedad. Al mismo tiempo, somos artífices de uniones
territoriales que fracasaron una y otra vez; tenemos entidades bancarias que
nunca partirán de cero ni aun creando bancos centrales, ni aun inventando esa moneda
única que debía igualar el estatus económico de cada estado integrante; y, para
remate, en la actualidad, tenemos dirigentes que sienten el federalismo como esa
comunidad de vecinos a la que antes me refería: con muros invisibles bloque
tras bloque, interés económico tras interés bursátil, camuflando las barreras pero manteniéndolas.
Hemos arraigado el lastre. No lo podemos soltar y levantar el vuelo o,
mejor dicho, los que pueden hacerlo no saben por dónde empezar. Ninguno de los
estamentos que se encargan de gobernar la Unión es consciente de que la escena
social pide a gritos que esta forma de interpretar el país europeo cambie; que
en Europa ya no se es de ningún sitio en concreto; que toda una generación joven, y todavía
amplia, no tiene un idioma sino dos o tres o cuatro; y que esas fronteras que
derribó el comercio permitieron, en su caída, que las diferentes culturas
traspasaran, se uniesen, tuvieran hijos y, para mejora de esta especie, se
mezclasen sin remisión, sin vuelta atrás.
Para colmo
de males, en esta nueva intentona de unificación, apareció la crisis económica
mundial y a la manta europea se le agrietaron las costuras para mostrar los
verdaderos entresijos heredados de aquel Mercado Común Europeo. Descubrimos
entonces, asombrados, que los ciudadanos europeos no éramos iguales por mucho
que nos hubiésemos mezclado; que nuestros intereses no eran comunes; que
tampoco lo eran nuestros derechos societarios y que se nos diferenciaba entre
una Europa del Norte y otra del Sur. Una Europa del Norte que había invertido y
adquirido bienes y fondos en la Europa del Sur y que, temiendo el descalabro de
sus finanzas, reglamentó la devolución de todos los préstamos concedidos
recurriendo a pantomimas denominadas rescates. Un remedo de ayuda que no hacía
sino condenar a cada estado desfavorecido ─y con las cuentas bancarias falseadas─ a hacer reformas de calado en las
reglas laborales y de gasto público. Una trampa de usurero que consiste en
prestar dinero a esos estados ─afectados gravemente por los juegos arriesgados de su banca privada─ para iniciar una recaudación viciosa,
in crescendo debido a la carga de intereses
elevadísimos, que se podría resumir con esta secuencia interminable: te presto
para que me devuelvas tu deuda acumulada mientras los intereses de mi nuevo
préstamo hacen tu deuda más grande y te ves obligado a pedir un nuevo "rescate" que ya
veré si te concedo, o no, dependiendo de lo que modifiques las políticas de tu
país de antes, ese que creías gobernar y cuya potestad sobre el mismo correspondía a sus habitantes.
Y, así, ad eternum.
Como digo, un
ejercicio de condena económica que, de forma indefectible, termina siempre en
un desastre humanitario. África, sin ir muy lejos, es un ejemplo claro de lo
que han significado históricamente estas prácticas. Un continente entero hundido
y sin capacidad para intentar ponerse en pie. Un continente al que miramos pero
no atendemos, cuyos descalabros asimilamos pero ante los cuales no reaccionamos
salvo que, para salvarnos o para cubrir las apariencias de un expediente, nos contagie su miseria
en forma de virus o de patera.
Pero si bien África es la gran historia de lo mal que se pueden hacer las cosas, sean cuales sean, ahora, en Europa, asistimos al desastre griego ─que tiene el mismo origen corrupto que Portugal y que España después de
transiciones mal cerradas─ y la miramos como si la cosa no fuera con nosotros, como si, de
pronto, también hablásemos de África, como si nosotros estuviésemos a salvo. No
aportamos soluciones y a todo un pueblo lo convertimos en un número rojo de
cuenta bancaria. ¡Qué paguen ─decimos─ o fuera! ¡Qué acepten y voten sí a Europa, o
fuera! ¡Qué se ahoguen en un mar de deudas imposibles de pagar o que se mueran!
¡Todos pagamos! ¡Si ellos no pagan, fuera!
¿Todos pagamos? Espero que nadie se lleve las manos a la cabeza ante lo
que voy a decir pero la realidad es que, en este planeta tan esférico, ningún estado paga sus deudas. Paga el recibo del trimestre pero nunca se cubre la deuda
entera. Es el principio básico de lo que conocemos como el mercado de deuda
externa. El país que adquiere deuda de otro país sabe que ésta no se liquidará
jamás y en eso consiste el negocio redondo, en los intereses y en la
posibilidad de revender esa deuda a terceros, según cotizaciones, cuando
merezca la pena. Salvo una excepción, la que ocupa a la Europa del Norte respecto
a la Europa del Sur: la ejecución de esa deuda cuando los mercados de inversión
autóctona están en serio peligro de colapso. Es entonces cuando se obliga al
pago integral de la deuda a sabiendas de que éste no podrá realizarse. En ese
momento el negocio se vuelve despiadado, el negocio se convierte en un puñal en
la garganta, el negocio mata pero, antes de hacerlo, te desangra.
Y de este modo, en Europa, comenzamos a batir nuestras alas de mariposa
e iniciamos una guerra encubierta, un conflicto armado donde ya no se utilizan tanques,
cañones y tropa (eso lo dejamos para el tercer mundo); se utiliza la
macroeconomía.
En el diario InfoLibre, afirma mi
admirado Ramón Lobo, en un artículo reciente sobre el interrogante que ha
abierto esta nueva fase de la crisis griega; que “se sabe cómo comienzan las
guerras, pero no cómo terminan”. Para mi humilde entender, este enunciado es
erróneo. En realidad, ni siquiera nos planteamos cómo comienzan las guerras
pero sí sabemos cómo terminan. Nos trae sin cuidado, por decirlo de otro modo,
cuál es el origen de nuestro problema y, por eso, aun conociendo el resultado
final inexorable, repetimos sistemas.
Me explico:
Todos ─incluso los niños─ sabemos cómo iniciar una guerra. Es
sencillo. Uno tan sólo debe apostar por atacar cuando encuentra oposición a la
consecución de sus deseos, estén justificados o no. Agredir sin atender a
cualquier tipo de diálogo, de negociación o de trato. Se acomete, se inicia un
conflicto y se vence o se pierde. La historia reciente está repleta de ejemplos
que dan testimonio de este proceso simplificado. Ahora bien, esto que expongo en
realidad no atiende al "cómo" se genera la chispa del conflicto, sino
al "qué". ¿Y qué es necesario para que surja ese fogonazo violento? En
resumidas cuentas, esto: que tú tengas algo que yo deseo y que yo no atienda a
razones.
Prosigo.
Todo
conflicto armado mantiene en su historial miles de pequeñas causas y, en diferente
grado, decenas de motivos enormes que van marcando su camino como si de un
puñado de mechas encendidas se tratara. La tendencia cuasi irremediable de
todas ellas consiste en lograr que se prenda la mascletá y que todo salte por
los aires. Da igual que sólo una cumpla su misión o que la cumplan todas. El
efecto sigue siendo la explosión final. Si quisiéramos culpar del origen de las
hostilidades a la existencia de esas mechas, pronto caeríamos en la serie de
acontecimientos: alguien tuvo que poner las mechas, alguien dio la orden de que
fueran puestas y, así, llegaríamos hasta la prehistoria para constatar que
estaríamos dando respuesta al "cuándo". Como si de la escena inicial de "2001, Odisea Espacial" se tratase, veríamos a un homínido utilizando una herramienta para matar y
encender las mechas de esa mascletá degenerativa que es la violencia.
Pero la
cuestión del "cómo" sigue sin revelarse. ¿Cómo movimos las alas para
provocar el caos? ¿Cómo hemos llegado a esto?
Cada vez que
alguien, al contemplar los resultados de una catástrofe bélica, se hace esa pregunta,
debe buscar y encontrar su propia voz interna; una voz que ocultamos en lo más
recóndito de nuestro espíritu milenario; una voz que al ser hallada nos susurrará:
“Hemos llegado
a esa situación buscando nuestras dosis, individuales pero diferenciadas, del placer que proporciona la victoria”.
Así es como
movemos esas alas terribles, buscando la satisfacción de nuestras ansias
primarias: vencer, someter, acumular, ampliar… Nos comportamos como el macho
alfa de una manada de gorilas aunque nos jactemos de haber dejado la selva. Vencemos
a nuestros rivales, los sometemos, acumulamos hembras con las que procrear y
aumentamos nuestra expansión. Cuando lo logramos nos subimos al Empire State y,
con el pecho henchido del placer obtenido, nos lo golpeamos a modo de tamtam
para que todos sepan cuán satisfechos nos sentimos con la victoria. Así es como enseñamos y transmitimos la
experiencia placentera, así es como nos imita nuestra comunidad de vecinos, así
es como el placer animal se convierte en una necesidad colectiva, en una
necesidad de tribu, de clan, de pueblo, de país, de continente, de masa
alienada y, finalmente, de ejército atacante. Si, por el contrario, enseñásemos y transmitiésemos el
placer que proporciona la solidaridad, la cosa cambiaría de forma radical.
Termino.
Cuando las
tropas aliadas, durante la Segunda Guerra Mundial, descubrieron el campo de
concentración alemán de Dachau, horrorizados se hicieron esa misma pregunta:
¿Cómo había sido posible todo aquello? ¿Cómo se habían llevado a cabo en aquel
campo, durante un periodo de dos largos años, más de 70.000 asesinatos e incineraciones sin
que nadie hubiese intentado detener el horror? ¿Cómo, ante el evidente hedor a
muerte y a carne chamuscada, ninguno de los habitantes del pueblo cercano ─del mismo
nombre que el campo de extermino─ había tomado partido para organizar a los vecinos y detener la
masacre?
La tropas
estadounidenses, a modo de escarnio, obligaron a los habitantes del pueblo a
entrar en el campo, a comprobar la realidad del horror nazi y concluyeron esa
misión haciéndoles las mismas preguntas que todos ellos se planteaban. La
inmensa mayoría contestó que no eran conscientes de que aquello hubiera estado sucediendo…
Pues así es, para quien tenga dudas, como terminan las guerras: con gente ─con mariposas─ que, tras mover las alas por
mero placer, por sueños de prosperidad y dominio, sin importarles el
conocimiento real del desastre que avecinan, declaran, cuando todo se detiene,
que no tenían ni idea de que tanto horror estuviera sucediendo ante sus narices
y su mirada obtusa.
Hoy, el
nuevo campo de concentración es Grecia. Ya lo estamos alambrando, ya construimos
crematorios en su interior sin apenas importarnos pese a que, esta vez, ninguno de nosotros podrá
decir, jamás, que no sabía cómo termina una guerra y cómo no se deben mover las alas..
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