jueves, 1 de octubre de 2015

HOTEL EDÉN

ILUSTRACIÓN MANUEL F. TORRES



Dios no existía. El “Edén” era una piscina sucia. Nada quedaba de mis ilusiones. El cielo se abría infinito y estéril. Los pájaros sobrevivían graznando óxido y hambruna. Mis amores habían muerto en hospitales vacíos. La soledad siempre crecía cerca. Los niños se perdieron entre ecuaciones y ciencias. El incendio había consumido los tonos verdes del jardín. El hedor manifestaba su quejido. Los muertos manifestaban su muerte. El recuerdo era un puñal, mi calma una losa. Las sirenas callaron varías jornadas atrás. El estúpido sentido de los objetos se desvanecía. Apenas nada resultaba útil. Tan sólo el alcohol que resistía en las despensas ofertaba soluciones. El alcohol que seguía vivo, tan vivo como una silla, como una cama, como un fogón o la madera. Tan vivo como el abrelatas y las conservas. Tan vivo como el vaso, el plato, el tenedor, el cuchillo y la cuchara. Nada más. Nada más. Nada más el resto de mi vida. Y sólo habían transcurrido seis días desde el ataque. Asomado al borde de la azotea observé la oscuridad del mundo y deseé que lanzaran otra. Otra que mandase al cuerno todo cuanto restaba por destruir, yo mismo, el hotel, la isla, los malditos pájaros. Entonces, ante la atracción del abismo, vi la hoguera y, al pie de su resplandor, la figura de una mujer rastreando como un ratoncillo entre los escombros. Cuando logré llegar a su lado, aquella muchacha, sucia y desvalida, ya había encontrado el bote de antidepresivos. No se asustó al descubrirme a su lado. Alzó su mano y me ofreció un buen puñado de píldoras.
¿Cómo te llamas?, pregunté antes de aceptar su oferta.
Eva, me respondió ella con su gran sonrisa de serpiente.
Supe entonces que, al menos, podría descansar el séptimo.

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