Dios no existía. El “Edén” era una piscina sucia. Nada quedaba de mis ilusiones. El cielo se abría
infinito y estéril. Los pájaros sobrevivían graznando óxido y hambruna. Mis
amores habían muerto en hospitales vacíos. La soledad siempre crecía cerca. Los
niños se perdieron entre ecuaciones y ciencias. El incendio había consumido los
tonos verdes del jardín. El hedor manifestaba su quejido. Los muertos
manifestaban su muerte. El recuerdo era un puñal, mi calma una losa. Las
sirenas callaron varías jornadas atrás. El estúpido sentido de los objetos se
desvanecía. Apenas nada resultaba útil. Tan sólo el alcohol que resistía en las
despensas ofertaba soluciones. El alcohol que seguía vivo, tan vivo como una
silla, como una cama, como un fogón o la madera. Tan vivo como el abrelatas y
las conservas. Tan vivo como el vaso, el plato, el tenedor, el cuchillo y la
cuchara. Nada más. Nada más. Nada más el resto de mi vida. Y sólo habían
transcurrido seis días desde el ataque. Asomado al borde de la azotea observé
la oscuridad del mundo y deseé que lanzaran otra. Otra que mandase al cuerno
todo cuanto restaba por destruir, yo mismo, el hotel, la isla, los malditos
pájaros. Entonces, ante la atracción del abismo, vi la hoguera y, al pie de su
resplandor, la figura de una mujer rastreando como un ratoncillo entre los
escombros. Cuando logré llegar a su lado, aquella muchacha, sucia y desvalida,
ya había encontrado el bote de antidepresivos. No se asustó al descubrirme a su
lado. Alzó su mano y me ofreció un buen puñado de píldoras.
¿Cómo te llamas?, pregunté antes de aceptar su
oferta.
Eva, me respondió ella con su gran sonrisa de
serpiente.
Supe entonces que, al menos, podría descansar el
séptimo.
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