Es preciso señalar que
ésta no es sólo la historia de la señora Pilar aunque, en esta noche detenida
en el noviembre de 1975, la veamos escapar de su domicilio cubierta de sangre.
Pese a presentarla de esta guisa, en medio de la escena que da inicio a nuestra visita guiada, ella no es la protagonista principal. Ese papel le corresponde a
Pedro.
Pedro, antes de que lo asesinara Pilar, era su marido y ejercía como portero en el bloque de viviendas donde nos encontramos.
Aquí pueden observar la antigua escalinata del vestíbulo, trabajada en mármol y
granito pulimentado, que conduce a un segundo recibidor donde, como pueden
comprobar, ya se encuentra clausurado el espacio dedicado a la portería.
Síganme por este pasillo
que lleva a la escalera principal y al ascensor que será reemplazado por un
último modelo en un tiempo máximo de dos meses. Bajemos las escaleras y
lleguemos al domicilio de Pilar y Pedro. Pasen, no tengan miedo. Si lo desean
pueden acercarse y entrar en el dormitorio que compartían los dos. Estudien la
escena del crimen mientras les comento que, no hace más de un mes, le
comunicamos a Pedro que el tiempo de su jubilación había llegado y que debía
detener sus labores de forma inmediata. Ya de paso, recurriendo a un correo
certificado, instamos al portero a abandonar el piso que le cediera la antigua
propietaria para que lo habitara mientras se mantuviese vigente el contrato
entre las partes. El plazo para que la vivienda quedara vacía era de quince
días que culminan ahora, en esta jornada de autos a la que asistimos.
La jubilación y el aviso
de desalojo se sucedieron de sopetón, sin tiempo para que el matrimonio pudiese
reaccionar o, al menos, preparar un cambio de residencia con una planificación
meditada. Quince días no son nada cuando uno tiene que trasladar la escoria
acumulada durante toda una vida; máxime si uno desconoce dónde va a llevar
tanto residuo. Según nos explicaron, fue este desconocimiento, sumado a los
acontecimientos de los últimos meses, lo que provocó que la mente de Pedro
pasara de un estado de cierta enajenación hostil a un estadio furibundo,
desesperado e irracional en grado sumo.
Pero, si me lo permiten,
dejemos atrás el cadáver de Pedro y avancemos; así podré mostrarles el resto de
la vivienda que, aunque les pueda parecer extraño, siempre mantiene esta
especie de opacidad.
Verán: la oscuridad que
impera en la casa de los porteros se debe al hecho de estar enterrada en el
sótano. Pese a contar con cuatro habitaciones, dos cuartos de baño, dos
salones, una amplia cocina y un pasillo que recorre y conecta todas las
estancias; sólo tiene dos ventanas que dan acceso al patio de luces de la
finca: una desde la cocina y otra desde el aseo más amplio. Por lo demás, la
única posibilidad que tiene la luz del día para penetrar en la vivienda, son
unas diminutas troneras que las milicias republicanas horadaron en los gruesos
muros durante la defensa de Madrid. Como pueden observar, esas perforaciones,
que en el interior se encuentran a la altura del techo, en el exterior apenas
superan la altura del suelo. De ahí nace esta penumbra constante que se hilvana
a esta cerrazón de tufos de cloaca, de letrina embozada, de cocina vieja, de
coles, de matanzas de cerdo, de ropa de muertos, de papeles podridos y de
humedades de yeso.
Prosigamos: una vez
presentadas las escenas, situémoslas en el tiempo.
Asistamos al momento en
que vemos huir a Pilar. Es la una de la madrugada de una fría y desierta noche
de noviembre. Tan sólo han pasado unos minutos desde que Pedro cayera al suelo
desde el lecho matrimonial, sujetándose la vida con sus propias manos, intentando
que el corazón no alimentase la hemorragia que Pilar le ha provocado al
clavarle sus tijeras de costura en el cuello. Esos breves instantes han sido
suficientes para que el sentido de su existencia, si es que tuvo alguno,
terminase fundiéndose en un recuerdo fútil: la primera vez que vio a Pilar
cuando tan sólo era una niña envuelta en las hechuras de una mujer y él era un
hombre enamorándose como un crío. Nada importante salvo por el detalle que
establece la diferencia de edad del matrimonio y, sobre todo, la terquedad de
la pareja por salvaguardar su relación desde tiempos anteriores al alzamiento.
Si bien ésta ha sido la
escena final del crimen, les daré a conocer los motivos que llevaron al portero
a un desenlace tan inesperado y desagradable.
Acompáñenme:
Pedro Castillejo
González, que ese es el nombre completo del difunto, ejerció durante treinta y
nueve años como conserje de este número de la calle General Ibáñez Iberos de
Madrid. El contacto con Doña Concepción Martínez, la antigua propietaria de
todo el inmueble, se lo proporcionó a Pedro un compañero de celda que, al igual
que él, logró salvar la vida durante la guerra y esquivó el paredón durante los
primeros años de paz. Se trataba de un vecino del mismo pueblo de Pilar que fue
puesto en libertad un año antes que Pedro y que, tras unos meses ocupando el
puesto, incapaz de permanecer tantas horas encerrado en el chiscón de la
entrada, decidió regresar a su tierra dejando la plaza vacante y a disposición
de alguien que prefiriese calmarse el hambre cambiando de celda.
Pedro empaquetó su
oficio de albañil y se hizo portero sin pensárselo dos veces. La vivienda
subterránea que se incluía en la oferta disipó cualquier lucha interna a favor
de seguir buscando empleo en el campo de la construcción. Cementos, yesos,
paletas, llanas, capataces y jefes de obra ya le habían mostrado las
inclemencias de aquella labor antes del levantamiento y durante los años de
prisión. Por mucho que el sector necesitara abundante mano de obra, Pedro
decidió que las suyas no volverían a hacer masa ni a enfoscar paredes.
Gracias a la nueva
vivienda, persuadió a Pilar para que se trasladara a Madrid y Pilar -que
ni siquiera había cumplido dieciocho años-, por imposición paterna y por un
deseo propio y explícito, persuadió a Pedro para que dejara a un lado sus
convicciones anticlericales y se casara con ella por la iglesia. Así fue como -tras
una boda tan de puntillas que levantó recelos en las comadres del pueblo- ambos
se instalaron de forma definitiva en Madrid, dispuestos a comenzar una nueva
vida y a crear una familia que, pese a los esfuerzos de Pedro y a las
querencias de Pilar, nunca llegó a aumentar en número. Ninguno de los dos
investigó los motivos de su sequía. Aceptaron lo que la vida les daba y lo
que no, y permitieron que la soledad les llenara la intimidad de silencios.
Compartieron treinta y nueve años fregando y barriendo, repasando la nitidez de
los cristales, abrillantando pomos y reluciendo espejos, vigilando las entradas
y salidas de los inquilinos y abriéndose a conversaciones con éstos que, con el
paso de los años y el aumento de las confianzas, vinieron a convertir el rincón
de la portería en una especie de confesionario donde los vecinos, en procesión
diaria, iban dejando el relato de sus opiniones, de sus actitudes y de su
curiosidad por la vida del resto de los habitantes del edificio.
En lo que correspondía a
sus funciones de hombre para todo, Pedro las desempeñó con diligencia y un
servilismo que rayaba lo obsceno.
Educó sus formas
moldeándolas como contrapunto a las idiosincrasias de cada uno de los
inquilinos: si, por ejemplo, se cruzaba en la escalera con Don Anselmo -el
vecino del Cuarto Derecha, un soltero cincuentón de una locuacidad insustancial
y pertinaz-; Pedro trataba de conducir sus comentarios hacia terrenos de
necesario cuchicheo. Picardeaba la curiosidad de su contertulio no sin antes
solicitar de éste el secretismo respecto a las novedades en la vida de sus convecinos.
De este modo, la introducción de la complicidad en la relación cocinaba un
arreglo tácito que disminuía la verborrea de Don Anselmo y aumentaba el
prestigio del portero: el alcahuete probable se convertía en confidente leal.
Del mismo modo actuaba
con el resto.
Si, en el trato de
los primeros meses, Francisca Ordóñez -que vivía en el Tercero
Izquierda, era madre de cuatro niños y estaba casada con un capitán destinado
en el Sahara-; se mostró altiva y grosera, transformó su
comportamiento en poco tiempo. Francisca equilibró el desprecio de clase
hacia su portero. La pericia de Pedro para desplegar todas sus habilidades lo
convirtió en un ser imprescindible en el día a día de aquella madre saturada.
El desprecio mutó en pequeñas confraternizaciones, aguinaldos abundantes y
regalos de ropas usadas. Para que éstas se ajustaran y les
fueran útiles a ella y a su marido, Pilar se dejaba los ojos entrando
o sacando bajos y dobladillos de vestidos, camisas y pantalones
abandonados a la vejez del alcanfor y la naftalina.
Piso por piso, vivienda
por vivienda, el ritual de adaptación del portero se filtraba por cualquier
ranura. Si con Augusto -el septuagenario del Primero Derecha- intercambiaba
y renovaba novelitas de Marcial Lafuente o de Silver Kane; con Gloria -la
hija única de los del Segundo Izquierda- se dedicaba a fabricar miniaturas
de muebles para sus muñecas. Padres y nietos, hijos y abuelos, familiares de
los inquilinos o éstos mismos, fueron desfilando ante el portero, fueron
transformándose de forma paulatina al gusto de Pedro y, sobre todo, fueron
cambiando su valoración personal hacia aquel antiguo obrero y excombatiente
republicano.
No sólo se transformaron
ellos:
Pedro se convirtió en
otra persona y se sintió parte de una familia enorme que lo quería, que
dependía y que se sentía segura bajo los techos y entre las paredes que él
vigilaba y protegía. El portero olvidó sin esfuerzo su antigua ideología
libertaria y, en un proceso de mimetización voluntaria que lo igualaba a todos
aquellos personajes, se obró en él un cambio intelectual que se reafirmó cuando
sintió el grado de su categoría, cuando fue consciente del poder adquirido.
Los años transcurrieron
y la tendencia se afirmó. El matrimonio de porteros se convirtió en un miembro
más de la comunidad y el trato se hizo familiar, sin diferencias entre los
empleados y aquellos a quienes debían servir. Pedro pasó a ser llamado el “Señor
Pedro” y cuanto hacía al margen de sus labores se transformó en una guía de
comportamiento vecinal. En tiempos de disimulo y penurias, se contagiaron
conductas de ayuda entre los habitantes de los diferentes domicilios y el Señor
Pedro, con suma discreción, se encargó de la conexión e información entre
ellos. Si alguien necesitaba cualquier cosa se lo hacía saber al portero y
éste, a su vez, se encargaba de dejar caer en sus conversaciones tal o cual
carencia. Por el contrario, si alguien quería deshacerse de algo empleaba el
mismo sistema y, de este modo, lo que podía terminar en basureros y escombreras
alargaba sus posibilidades en manos de otros inquilinos. Esta sencilla
metodología aumentó la influencia de Pedro, si ello era posible, y ésta tardó
poco en convertirse en una peculiar devoción del vecindario hacia las virtudes
del portero.
Pero, como han podido
comprobar, todo este viaje feliz por el pasado profesional de Pedro ha tenido
un final inesperado y trágico.
Tal y como ocurre con
las malas noticias, un día anónimo apareció un cacharro automático;
una especie de teléfono que comunicaba los domicilios con el portal del
edificio. El “telefonillo” -nombre que, como saben, se dio al
intercomunicador por unanimidad social- se puso de moda de la
noche a la mañana. A toda la ciudad le dio por pensar que disponer del control
sobre quién entraba en los portales era un símbolo de progreso, de una
modernidad que no termina por ceder e instalarse en España.
El poder seductor de aquel
aparatejo se fue extendiendo como un azote bíblico. Manzana tras manzana,
vecindario tras vecindario, el portero automático ganó terreno hasta que un día
irremediable apareció en este bloque. En tan solo tres jornadas de trabajo
intensivo, el invento, lleno de cables retorcidos y conexiones encintadas, dio
al traste con la utilidad del portero como vigilante diurno: el portal quedaría
cerrado día y noche y cada uno de los vecinos sería responsable de las entradas
y salidas de personas ajenas al edificio. Fue éste un resultado inmediato de la
invasión tecnológica. Y no sería el único. También, de forma progresiva, una
serie de procesos imperceptibles fueron marchitando al Señor Pedro como
responsable de la limpieza y como hombre sanador de rotos y descosidos.
Sacar a Pedro de su
chiscón, de su esquina en el recibidor, y reducir su sueldo; fueron las
primeras acciones que emprendió nuestra inmobiliaria, dueña ahora de toda la
finca tras el fallecimiento de Doña Concepción, la anterior propietaria. Pedro -que
ya había superado los sesenta años de edad- sintió profundamente la
perdida de aquel habitáculo desde donde había capitaneado la evolución de la
comunidad vecinal. No obstante, los inquilinos lograron que la tristeza de
Pedro por el abandono del centro de mandos, se camuflara con un pequeño
homenaje y el regalo de una figurita de plata en cuya base se podía leer: “Al
mejor portero”. El vecindario al completo aplaudió la medida porque veían en
ella un merecido descanso a los muchos esfuerzos de su fiel servidor.
Pilar y Pedro no
durmieron aquella noche del homenaje. Cada uno, a su manera, sufrió un ataque
intuitivo y éste les llevó a una conclusión similar sobre la que, con la
intención de conjurarla y evitar que llegara a hacerse realidad, evitaron pronunciarse:
la vida que habían construido llegaba a su fin. El intento por adivinar cómo se
desarrollaría el funesto augurio les desveló y, tras dos horas de soportar el
sonido de sus respiraciones, Pilar decidió abrazarse a su marido y buscó un
amor que él había sustituido, hacía décadas, por una pasión frenética hacia su
trabajo. Pedro mantuvo su postura, dando la espalda a su compañera, y modificó
la intensidad de su respiración para hacer creer que, por fin, había conciliado
el sueño. Así permanecieron hasta que el despertador alivió la tensión de la
farsa y ambos se pusieron en pie, dispuestos a enfrentarse a una novedad que,
sin lugar a dudas, les imponía una desaparición forzosa.
La nueva situación
promovida por la pequeña invasión tecnológica hizo mella en el espíritu de
Pedro. Un rencor obsesivo se instaló en sus maneras y tratos con el vecindario.
Su diligencia habitual se tornó en apatía y la evolución del mal humor terminó
por convertirlo en un ser taciturno. Los inquilinos, asombrados e incómodos, lo
escuchaban rumiar aversiones según regresaban de sus respectivos lugares de
trabajo, de sus compras o de sus paseos. Con una rapidez insospechada,
desapareció en Pedro el servilismo que le había caracterizado a lo largo de
tantos años y, como es natural, la brusquedad del cambio molestó sobremanera al
vecindario que se sintió víctima de un engaño.
Fue por este motivo que
la junta de vecinos, con la misma celeridad que experimentaron la
transformación del Señor Pedro en un ser arisco -hartos de insultos
soterrados y de silencios insultantes-, nos solicitó, como sociedad propietaria
del inmueble, que despidiéramos al portero y que contratáramos un servicio de
limpieza y mantenimientos mínimos.
Revisamos el contrato y
constatamos que el portero ya estaba en edad de jubilarse y que este detalle
facilitaría el cese del trabajador en sus labores. Los trámites se resolvieron
con una premura poco acostumbrada y, como ya les he comentado, hace quince días
consolidamos la jubilación y la cancelación de las prebendas.
Cuando se certificó su
jubilación y se le ordenó el abandono del domicilio prestado, el hilo del que
pendía la sensatez de Pedro se rompió sin esfuerzo. Todo él se
enmarañó entre recuerdos por los servicios prestados, serpenteó por los
huecos de la ideología abandonada, se estranguló en el insufrible futuro que
expone la imaginación desesperada, y, en un remate del pespunte, señaló la más
peregrina de las ideas como la idea que se debía llevar a cabo.
Más tarde, cuando la
policía nos permita acceder al resto de escenarios de esta matanza, les podré
mostrar el ensañamiento con el que el Señor Pedro ha asesinado a la totalidad de
vecinos del bloque. Enfangado por el odio y sintiéndose traicionado, se ha
despachado a gusto, sin respetar a viejos, ni a mujeres, ni a niños. Un
espectáculo atroz que deberían ahorrarse.
Sigan mi consejo, es
preferible que les muestre de nuevo la escena de la muerte de Pedro. En ella verán cómo
el portero llegó tarde a su domicilio. También descubrirán a Pilar en su
dormitorio, embelesada en su costura, asustada porque la hora ya supera las
doce de la noche, porque desconoce dónde puede encontrase su marido y porque no
consigue disolver el mal auspicio que se le ha anudado a los pensamientos.
Pasen y atiendan al
momento exacto en el que Pedro llega al domicilio y, tras sortear las múltiples
cajas y mobiliario desmontado, se detiene en el umbral del dormitorio. Fíjense
en cómo, gracias a la luz amarillenta de la lamparita de noche, al entrever el
rictus fúnebre de Pedro, Pilar constata que algo grave ha ocurrido y, sin
embargo, no hace pregunta alguna. Noten su actitud nerviosa mientras deja la
labor sobre la mesilla. Perciban cómo el silencio se afianza en la estancia
cuando, entre un quejido de muelles, Pedro se sienta sobre el lecho
matrimonial. Escuchen susurrar a Pedro. Acérquense para lograr descifrar su
murmullo, ese rezo que no es más que una reiteración de la misma frase: “todo
ha terminado, todo ha terminado, todo ha terminado…”
Miren ahora a Pilar,
calculen su pavor cuando se gira para intentar hablar con Pedro y ve que su
marido la aguarda, que se mantiene a la espera sujetando con fuerza la mitad de
la almohada que le corresponde. Asistan al instante en el que Pedro se abalanza
sobre la mujer, miren cómo la porción de almohada que maneja parece engullir
las facciones de Pilar; cómo todo el cuerpo de la mujer desaparece bajo mantas
y sábanas, cómo el hombre oprime y balbucea su letanía de forma entrecortada
por el esfuerzo: “Todo ha terminado, todo ha terminado, todo ha
terminado…”
Dense prisa, descubran
esa mano de Pilar que entre asfixias y agonías logra tantear la superficie de
la mesilla de noche. Observen cómo caen al suelo madejas de lana, carretes de
hilo, el alfiletero, el dedal… Comprueben, finalmente, cómo se hace con las
tijeras, cómo con un golpe certero, guiada por el anhelo
de mantenerse viva, clava una de sus hojas en la garganta de Pedro, cómo
se libera de la presa ante el estupor de su marido que, tras un instante de
incredulidad y exasperación, escupe una bocanada de sangre sobre el camisón de
Pilar y se deja caer al suelo sin saber qué hacer con su vida y con su muerte.
Métanse en la mirada del hombre, en el reflejo que le devuelve a su mujer
corriendo por el largo pasillo del domicilio, ese largo camino hacia el
recuerdo de la primera vez que se fijó en Pilar, cuando ella aún era una niña y
él no era un superviviente.
Quédense unos segundos
para ver cómo se apaga con suavidad, con una leve sonrisa, como quien encuentra
descanso…
Volvamos ya a la escena
de inicio, al final de esta visita guiada, hasta este momento definitivo, hasta
esta noche cerrada y silenciosa de noviembre. Volvamos a Pilar subiendo los
escalones, llegando hasta el portal y comenzando a oprimir cada botón del portero
automático, suplicando que alguien conteste y, desesperada, aceptando cuanto le
dicta la imaginación, toda esa muerte que intuye tras pulsar cada botón de cada
piso.
Mírenla correr, empapada
en sangre y semidesnuda, gritando, chillando, pidiendo auxilio a una ciudad que
intenta mantenerse despierta mientras aguarda, paciente, la muerte de un
dictador.
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