sábado, 4 de junio de 2016

TRAYECTORIA DE MOSCA


ILUSTRACIÓN: MANUEL F. TORRES


Así describe la escena Alejandro Domínguez −el biógrafo de Don Julián Bravo− en un bosquejo que, al igual que otros tantos, terminará siendo alimento de papeleras:

“Mientras la puesta de sol se cuela por la estrecha abertura entre la persiana y el alféizar, Don Julián Bravo, el tercer empresario más rico del mundo, prosigue con su repertorio desordenado de filosofías propias y anécdotas de juventud.

−Verás, muchacho −musita el anciano con satisfacción−, en la psicología primaria del ser humano se dan dos puntos importantísimos que debes entender: el primero es que el hombre, como todo animal, posee comportamientos mecanizados, costumbres heredadas y manías que se consolidan gracias a una simple aglutinación genética…

Como suele hacer, Don Julián detiene su exposición sin motivo aparente, mira a un punto indefinido de la estancia, afila sus pensamientos hasta convertirlos en un destello que le atraviesa las pupilas y, al igual que un niño ante el desenlace imaginario de una travesura, sonríe con picardía y mantiene el silencio de quien se deleita en su ensoñación”.

“De este hombre −prosigue Alejandro en sus anotaciones− se debe señalar que a los noventa y cuatro años, de forma incuestionable, aún conserva en perfecto estado sus facultades mentales aunque no se puede decir lo mismo del resto de su salud. Tumbado en una cama adaptada, más propia de un hospital que de un dormitorio hogareño, se muere sin remisión y sin padecer otra enfermedad que no sea la de la vejez extrema. Sus órganos vitales se resquebrajan como corteza seca y este hecho le ha llevado al deseo de publicar sus memorias antes de que, como él suele comentar, se lo lleve el viento.

No obstante, mientras llega ese viento, sigue dirigiendo sus diferentes emporios con mano firme. Despacha a diario con todo tipo de asesores −a los que suele humillar por mera diversión− y con secretarias a las que hace promesas de amor mientras embelesa la mirada deslizándola, sin los ambages del disimulo, entre contornos de pechos, redondeces de nalgas y sinuosidades que viajan desde los muslos hasta los delicados tobillos. Todas sus asistentes son jóvenes, atractivas y, como si interpretasen un vodevil, añaden una simpatía impostada, saturada de guiños seductores, a cualquier respuesta que se les solicite. Todas, sin excepción, han sido escogidas siguiendo una valoración sobre su belleza en lugar de una valoración profesional. Por el contrario, todos los asesores de Don Julián son unos carcamales que suplen sus carencias físicas con su larga experiencia en los diferentes sectores que abarcan los múltiples negocios de su jefe.

Los integrantes del equipo médico se han clasificado y escogido siguiendo el mismo patrón estético: si los diferentes especialistas son varones decrépitos y de apariencia sesuda y circunspecta, las múltiples enfermeras rozan el cliché de la fantasía erótica popular”.

Alejandro Domínguez −el periodista revelación del Diario Universal− hace una pausa en la redacción de sus notas aprovechando que Don Julián ha hecho lo propio. Al periodista le cuesta mantener la atención sobre el discurso del enfermo. Por esta razón se ayuda de una grabadora, que enciende y apaga de forma metódica, para evitar registrar los largos silencios de Don Julián. Tras meses de divagaciones reiteradas, de laberínticas disgregaciones, de pequeñas historias que, como las venas de una hoja, no conducen a lugar alguno; todo cuanto le ha escuchado decir se le aparece como un conjunto de tópicos carentes de interés. Recreaciones de sus muchos triunfos y de sus mínimas derrotas. En definitiva, se dice Alejandro mientras dibuja una caricatura rápida de su interlocutor; la totalidad de la narración de Don Julián no es más que ese pulimento afanado que el superego propina a la memoria, ese resplandor que sostiene la soberbia para cegar la conciencia e impedir que califique nuestros actos.

Alejandro, que acaba de cumplir treinta y dos años, que hasta que aceptó el encargo se sentía un hombre afortunado y jovial, y que consideraba que nunca se había tenido que bajar los pantalones ante ningún gerifalte; se compara ahora −fiel a su pasión cinéfila− con Joe Gillis, el personaje de Willian Holden en Sunset Boulevard. El paralelismo es notorio. Tumbada ante él, en plena fase de descomposición, se encuentra una momia que, pese a corresponder a un hombre, es el vivo reflejo de Norma Desmond. Quizá las únicas diferencias entre ambas situaciones, la real y la ficticia, residan en que el viejo no vive una fantasía ni ha perdido un ápice de su poder y, por otro lado, en que Alejandro no precisaba aceptar ese encargo. El periodista ni huía de acreedores, ni necesitaba dinero cuando firmó el contrato con Don Julián. A decir verdad, los intríngulis de su oficio no habían hecho otra cosa que mejorar su evolución profesional y económica. Esa capacidad para pescar en los ríos revueltos significaba para él una constante mejora retributiva que, tal y como venía desarrollándose la cuestión laboral en España, máxime en su profesión, le permitían sentirse a salvo, incluso cómodo si debía atender a la verdad. Por lo tanto, Alejandro Domínguez no tenía más remedio que reconocer que firmar el contrato con Don Julián, pese al arrepentimiento y la desazón actual por haber aceptado la propuesta del viejo parlanchín, había sido un acto de pura avaricia.

No existía otra justificación.

El anciano había impuesto a la editorial −de la cual era el principal accionista− que Alejandro fuese el encargado de ordenar y de redactar el epítome de aquella vida que, por longeva, había disfrutado con la oportunidad de ser excesiva. La cuantía económica que recompensaría el trabajo del periodista venía a significar otra imposición: ¿quién rechazaría dos millones de euros por el trabajo de un año? ¿Quién rechazaría el resultado de una división tan simple? Un millón por escuchar y documentarse; otro millón por poner orden, por dar coherencia al relato y por lograr que su lectura resultara amena. Seis meses de paciencia y otros seis de concentración y trabajo aplicado; medio millón de adelanto, medio al terminar la fase de documentación y, al concluir el encargo, el premio gordo y definitivo. Todo ello durante la edad perfecta para deleitarse con la riqueza, esa edad en la que el tiempo perdido puede recuperarse.

No, nadie hubiese rechazado semejante oferta. Desde luego, Alejandro ni se lo pensó. Firmó y, ahora, casi concluido el primer periodo, se arrepiente de haberlo hecho.

Don Julián retorna al mundo real tras su pausa dramática. Reclina la cabeza sobre el pecho y observa a su interlocutor por encima de sus delicadas lentes de lectura. Parece aguardar la aquiescencia del joven periodista con lo que ha expuesto. Alejandro, ante la extensa interrupción del discurso, ha perdido el hilo de forma definitiva pero, antes de declarar su falta, devuelve la mirada, sonríe con ambigüedad y activa la grabadora.

El viejo empresario continúa entonces:

−Bien, el segundo punto, casi más importante que el anterior, es el que nos dicta que dichos mecanismos, adquiridos e instalados tras miles de años de evolución, obedecen al instinto antes que a la sobrevalorada inteligencia que se nos atribuye. Te aseguro, muchacho, que estamos programados desde antes del parto, que ya atendemos al instinto mientras nadamos en el líquido amniótico de nuestras madres y que luchamos por nuestra supervivencia aún sin disponer de conocimiento alguno. El propio acto de parir sirve de ejemplo de cuanto te digo…

La luz horizontal del atardecer incide de forma directa en los párpados del anciano y le obliga a hacer parasol con la mano izquierda. Alejandro se levanta del butacón desde donde escucha y toma notas. Se olvida de apagar la grabadora. Cruza la estancia y oprime el botón que activa la persiana. El sonido afónico del rotor interno rellena el silencio. La persiana, por fin, clausura la molestia.

−¿Así mejor? −pregunta el periodista pese a constatar que Don Julián ya vagabundea por su territorio acostumbrado, por ese monólogo plagado de razonamientos y conclusiones que devienen en nuevos razonamientos y conclusiones− ¿Ya no le molesta la luz?
−¡Todos nuestros sentidos −exclama el anciano, indiferente a las preguntas de su interlocutor− están sujetos a la imperiosa necesidad de procurarnos placer, de confortarnos, de buscar nuestra seguridad! ¡Respirar es el placer principal que buscamos cuando sólo somos fetos arrugados en el interior del huevo materno! Por eso forzamos los acontecimientos, rompemos el cascarón y nacemos, porque sentimos asfixia y precisamos alivio… Y el alivio no es otra cosa que el uniforme de camuflaje del placer, del único dios que guía los designios del hombre, ¿no lo crees así, Alejandro?

La puerta de la habitación se abre y entra una enfermera empujando el carrito de la cena. Huele a sopa y pescado hervido. El joven periodista no contesta a su cliente y presta atención a la muchacha. No debe tener más de dieciocho años, se dice Alejandro atrapado en el rechazo que le produce su propia imaginación. Mientras borra con celeridad sus pésimos augurios, es capaz de dedicar un pensamiento a la belleza de la camarera: sin duda destaca respecto al resto de sus otras compañeras. No sabe qué es. Quizá la ausencia de maquillaje, quizá el desaliño auténtico de su peinado, quizá las formas desgarbadas con que se desplaza. Nada que se vincule a las reglas de exuberancia y condescendencia impuestas por el magnate respecto al personal femenino.

Don Julián, ante el asombro de Alejandro, guarda silencio y no dedica a la muchacha ni una sola de sus miradas acuosas. Ni siquiera alza la cabeza para agradecer el servicio cuando ella sitúa una mesita −adaptada para la necesidad de comer acostado− sobre la cual ya ha colocado la bandeja con los alimentos y el ornamento preciso para evitar la sensación hospitalaria.

−¿Todo a tu gusto, Julián? −pregunta la joven con un tono de voz que mezcla una timidez primeriza con cierto descaro adherido, una influencia externa a la mansión.
−Sí, Cecilia −responde el enfermo sin permitir que aparezca en su expresión una sombra de sus habituales deseos−. Déjanos ahora, este joven me ayudará con la cena.
−¡Me llamo Alejandro! −exclama el periodista intentando que una breve presentación retenga a la camarera. El hecho de haberla escuchado tutear a Don Julián ha logrado aumentar el interés de Alejandro: ningún empleado utiliza el nombre de pila del todopoderoso sin añadir el correspondiente trato de cortesía.

La camarera mira a Alejandro, esboza una breve sonrisa y sale de la estancia intentando que ni siquiera la puerta llegue a producir sonido alguno.

−¿Qué harías por ella? −inquiere Don Julián cuando los dos hombres vuelven a quedarse a solas. La pregunta coge por sorpresa a Alejandro.
−¿Por quién? ¿Por esa chica? ¿Necesita que hagan algo por ella?
−Te estoy preguntando que cuánto pagarías por ella, qué ofrecerías para que fuera tuya.

Alejandro contiene la respuesta sincera y, en su lugar, pronuncia la que le dicta la corrección moral:

−Las personas no pueden ser compradas… −dice a sabiendas de que su afirmación nada tiene que ver con la realidad.
−¡Oh, vamos, muchacho! ¡No me saques el catecismo y contesta! −exclama Don Julián enardecido por la cándida respuesta de su biógrafo−. Si pudieras, si fuera legal el comercio de personas… ¿qué pagarías por tener a esa joven en propiedad, a tu servicio durante el resto de tu vida?
−La vida humana no tiene precio, Don Julián −se reafirma Alejandro, molesto y un tanto intrigado por los motivos del empresario para hacerle semejante planteamiento.

El convaleciente, con una parsimonia tal que pronostica la llegada de un estallido de furia, aparta de su regazo la mesita con la cena apenas sin tocar. Después toma aliento y parece sosegarse cuando susurra:

−¿Crees que todo esto es gratis?
−Creo que todo esto no es más que un acuerdo comercial. Usted ha podido comprar el servicio que le prestan todos sus empleados pero no compra la voluntad, la libertad de elección, de ninguno de ellos. Todos, sin excepción, pueden abandonar su puesto si no están conformes con el trato que reciben, con el sueldo que les paga o, incluso, con las sensaciones que les produce trabajar para usted…
−¿Estás a disgusto con nuestro trato, con tu trabajo? −pregunta Don Julián.
−No he dicho eso −se apresura a contestar Alejandro−. Sólo mantengo que no es lo mismo contratar un servicio que comprar un esclavo. Toda esta gente que tiene usted aquí puede renunciar al trabajo cuando le venga en gana y, se lo aseguro, si eso ocurriera usted no podría detenerlos.

El anciano multimillonario vuelve a sonreír. Alejandro sabe que en esa sonrisa se esconde un desprecio claro hacia la condición humana, una ratificación de las filosofías propias y un sarcasmo capaz de derribar cualquier ilusión. También, como colofón, se adivina la aceptación de un reto que nadie, salvo el espíritu combativo de Don Julián, ha planteado.

−Eres demasiado joven e inexperto, muchacho −sentencia el anciano−. Has idealizado al ser humano y piensas que goza de mínimas libertades: libertad de elección, de expresión… tonterías de ese tipo. Sin embargo, te puedo asegurar que nada de eso es real. Es más, te lo puedo demostrar. Te puedo demostrar que consigo adivinar tu comportamiento futuro por mucha libertad que sientas al alcance de la mano. Sí, chico, te voy a someter a una prueba sencilla y te demostraré que tanto tú como el mundo entero seguís un recorrido determinado, invariable, del mismo modo que una mosca siempre repite la misma trayectoria cuando, atiborrada de mierda, pretende salir al exterior por una ventana cerrada.
-No estoy aquí para jugar o para superar pruebas, Don Julián, no me dedico a eso, ni siquiera me gusta el deporte.
−¡No seas imbécil, muchacho! −grita el anciano mientras el inicio de una carcajada le obliga a toser. Recuperado el aliento, prosigue−: Hablo de llevar a cabo un experimento sencillo que dará respuesta al problema moral que tú mismo has puesto sobre mi mesa. Para vivir ya se te compró una entrada, Alejandro, y, mientras uses el servicio, tienes que aceptar las reglas del juego. Ahora estás aquí, tienes un contrato conmigo que va más allá de la magnificencia y, en vez de cumplir con su objetivo, en vez de hacer un retrato interno de cuanto he hecho y de los motivos que me llevaron a tomar determinadas decisiones; me vienes con tu solidaridad de manual, con tus derechos y con tus libertades… Yo te planteo descubrir la verdad, la realidad que se oculta bajo esas preciosas palabras, y me vienes con la cantinela de para qué estás o no estás aquí. ¡Quítale el papel de regalo al cubo de la basura, joder!

El periodista agacha la cabeza. Por algún motivo extraño intuye que está a punto de perder el empleo y todo lo ensoñado. Adiós a la vida sin molestias, hola a la vida común, a la vida que quiere dejar atrás cuanto antes. Este pensamiento le hace levantar la cabeza hasta encontrarse con la mirada satisfecha de Don Julián.

−¿Qué es lo que propone? −pregunta mientras siente cómo se le rompe el delicado tejido de la conciencia.
−Quiero que salves a esa chica. Quiero que salves a la joven Cecilia.
−¿Salvarla de quién? −Alejandro ha hecho la pregunta pero, de inmediato, se anticipa a la respuesta−: …De usted…
−Así es, ese es el juego y el experimento: debes salvarla de mí −Don Julián aguarda una reacción que no llega. Alejandro permanece inmóvil valorando la veracidad de la propuesta−. Presta atención −prosigue el anciano−: la vida de esa joven cuesta dos millones de euros. Yo los pagué por ella, a cambio de una serie de regalías que no vienen al caso, y ese es el capital que deberás pagar tú para evitar que nuestra dulce damisela ascienda por unas escaleras que conducen a un cadalso donde, tenlo muy claro, se convertirá en el único ser vivo que no sienta placer alguno −Don Julián chasquea la lengua como quien acaba de introducir una pelota, de forma directa, en un agujero.

Fiel a su costumbre, Alejandro encuentra un nuevo paralelismo cinematográfico y piensa en la secuencia de la orgia de “Eyes wide shut”, la última película que rodara Stanley Kubrick. Ese pensamiento le lleva a quitar relevancia a la amenaza de Don Julián.

−Películas… −susurra Alejandro y añade alzando la voz−: No me tome el pelo, Don Julián. Todo esto no es más que una memez. Para empezar, la cuantía de la cifra me parece de lo más casual. ¿Quiere que renuncie a mi sueldo para salvar a una mujer a la que no conozco de nada?
−En realidad tienes otras opciones: puedes convencerla a ella para que renuncie al contrato que firmó o, si ella no accediera, puedes acabar conmigo.
−¿Acabar con usted?
−En este tipo de acuerdos incluyo una clausula que exige máxima obediencia hasta el día de mi muerte, momento en el que se resolverá el contrato entre las partes y todas mis niñas cobrarán la totalidad del sueldo acordado.
−Es como pedir a gritos que le maten a uno −deduce Alejandro. Después calcula el peso de la palabra “niñas” en el comentario de Don Julián. Mira al enfermo con repulsión. De improviso, el relato de su Norma Desmond particular cobra realismo en la imaginación de Alejandro. DeMille ha llamado a la diosa crepuscular. El periodista sabe que su percepción acaba de ser condicionada. El filtro que detectaba la fantasía para separarla de la realidad se ha roto gracias a los términos que ha empleado el viejo en la conversación. Ahora todo es real por mucho que Alejandro se esfuerce en no creer una sola palabra de cuanto le está describiendo Don Julián.
−…Es lo que puede parecer, que le he puesto precio a mi cabeza, ¿verdad?... Pero no me creerás tan estúpido. En realidad cada miembro de mi personal sería capaz de hacer lo necesario con tal de preservar mi salud y, por supuesto, mi vida.
−Nada es definitivo, Don Julián −recapacita Alejandro−. Desconozco su estrategia y esos manejos de los que me habla, pero tengo claro que no existe plan perfecto. Todo cuanto idea el ser humano sufre una tara o un millón de ellas cuando se lleva a la práctica.
−Todo falla menos la traición −responde Don Julián con el entusiasmo propio de quien ve reforzadas sus teorías−. Con la traición siempre se puede contar… Tenerla en cuenta y dar por hecho que se producirá, ya sea en un ejército como en una familia, es lo que me hace prevalecer. Da igual quien sea. En toda forma de agrupación social, siempre surge un traidor, alguien que no te hace caso, que te envidia, que piensa que su idea es mejor que la tuya, que se salta el escalafón; alguien dispuesto a corromper el plan general. De ahí que la mejor estrategia para conservar el poder sea la de crear y controlar esa tendencia natural, esa manada de lobos capaces de devorar a cualquier compañero con tal de sacar tajada favoreciendo a aquel que paga la traición.
−¿Qué tiene que ver todo esto con su propuesta?
−Nada… estamos hablando. Pero tienes razón, recuperemos la trama. Te enumeraré las posibilidades y tú tendrás tres horas para decidir qué quieres hacer: puedes pagar para salvar la vida de una mujer indefensa, lo que te llevará a trabajar gratis y perder una suma cuantiosa. También puedes matarme, librar al mundo de mi presencia fastidiosa, y lograr que todas las mujeres de esta casa cobren por su dedicación y entrega. Ni que decir tiene que, por supuesto, tú terminarás entre rejas ya que todas tus acciones son monitorizadas desde el momento que entras en la finca. Por último, la tercera opción es simple: puedes salir de aquí, dejar que la vida siga su curso, cumplir con mi encargo biográfico y cobrar un potosí por tu trabajo… Después de todo, no conocías a nadie ni sabías nada de este asunto hasta que yo te he hecho la propuesta.
−Haga lo que haga, siempre salgo perdiendo −responde Alejandro sin poder evitar que su mente le proyecte la escena de la noria en “The third man”. Harry Lime, de alguna forma, le está indicando que no ocurre nada cuando se detiene alguno de los puntitos móviles del suelo.

En la habitación el calor ha aumentado al encenderse, de forma automática y progresiva, las diferentes luces. Todas ellas quedan reguladas al gusto de Don Julián y generan una sensación de claroscuro eclesiástico reforzado por el haz de luz cenital que canoniza el lecho del enfermo. Alejandro acusa el aumento de temperatura y, sin consultar con Don Julián, decide levantar la persiana y abrir las ventanas de corredera. El inicio del verano parece haber devorado la brisa nocturna. El periodista se apoya en el ventanal y saca la cabeza en busca de aire fresco. Está harto. Desde que inició las conversaciones con Don Julián, las intrigas morales se suceden y aumentan el grado de su incisión en la psique de Alejandro. Si al principio se limitaban a meros test de personalidad, camuflados en conversaciones triviales, ahora, con el paso de las semanas, el proceso radiológico ha llegado a un punto sin retorno. Se encuentra en una encrucijada y ni siquiera puede distinguir si el juego de su anfitrión es real. De algún modo, se siente víctima de una terapia de programación coercitiva, un lavado de cerebro cuyo proceso se ha construido en torno a una serie de palabras claves: amor, odio, solidaridad, riqueza, mío, tuyo, libertad, placer, dolor, dependencia, vida, muerte, esclavitud, trabajo… son conceptos que han ido desfilando en cada conversación, que han repercutido en nuevas conversaciones capaces de abrir el inconsciente al adoctrinamiento. La palabra definitiva ha sido “niñas”. Con sólo pronunciarla se han disparado todas las alarmas en la imaginación del periodista.

Alejandro se vuelve y llama la atención del convaleciente:

−También puedo denunciarlo a la policía…
−Esa sería una estupidez indigna de tu talento pero, claro está, también se puede incluir cualquier tontería como una acción posible. Si piensas que lo que has grabado, las palabras de un anciano que ronda el siglo de vida, te va a servir para demostrar algo, es que eres idiota, muchacho.

Alejandro advierte que el piloto rojo de su grabadora sigue parpadeando. Recoge el pequeño aparato del brazo del sillón y lo apaga. Don Julián tiene razón, piensa Alejandro, no hay nada que se pueda hacer. Ninguna denuncia contra el viejo prosperaría aún aportando pruebas irrefutables. A los noventa y cuatro años uno se puede parapetar de forma indefinida tras demencias seniles y pérdidas de memoria.

−Quedan dos horas para que concluya el plazo −dice Don Julián tras consultar su reloj−, si lo deseas puedo llamar a uno de mis abogados y, en menos de una hora, todo quedará resuelto.
−No voy a firmar nada −responde el periodista−. Tal y como yo lo veo, ninguna de las opciones me beneficia. Haga lo que haga, o pierdo o me quedo tal y como estoy.
−Eso no es verdad, mi querido muchacho −Don Julián comienza a toser con brusquedad mientras intenta completar su alegato. Alejandro le acerca un vaso de agua y el anciano va recuperando el compás de su respiración entre trago y trago−. Tu beneficio es la vida de esa muchacha. Cierto es que es un beneficio anónimo, que ni siquiera ella te recompensará pues nunca imaginará de la que le has librado… Pero, en realidad, los actos de pura bondad, el altruismo, por definición son contrarios al reconocimiento, al aplauso. Piénsalo, tan sólo debes renunciar a tus emolumentos de un año. Un dinero que, si recapacitas, no entraba en tus cuentas hace seis meses. Este trabajo sólo es un décimo premiado, un bingo que pudieras no haber cantado si yo no hubiera permitido que te sentaras a la mesa. Sucede cada segundo, cada milésima de segundo en realidad: unos ganan, otros pierden y a otros no les ocurre nada de nada. Es una de las maravillas del azar: la división infinitesimal del espacio combinatorio de la vida para que lluevan premios, desgracias y esperanzas sin atender a lógica alguna.

Don Julián se interrumpe y mira a Alejandro con ternura. El periodista mantiene el duelo de miradas intentando ocultar cómo se resquebraja su espíritu, cómo van apareciendo entre las grietas las particularidades de un insecto, una mosca previsible.

El enfermo continúa:

-Es sencillo: no tienes que renunciar a un año de trabajo para salvar a esa chica, a Cecilia, tienes que renunciar a esa milésima de segundo de tu vida donde te cayó un premio que no tardarás en malgastar.
−¿Por qué me escogió a mí para este trabajo? ¿Por qué se empeñó en que fuera yo su biógrafo? Carezco de experiencia como tal… Sé que sus editores le recomendaron a muchos otros para el puesto.

Don Julián aumenta el tamaño de su sonrisa antes de responder.

−No existe una razón concreta, supongo que me llamaron la atención tus reportajes… Siempre tan crítico, siempre tan humanitario…
−Me marcho… −Alejandro parece haber tomado un impulso definitivo, se incorpora del sillón, guarda la grabadora, su cuadernillo de apuntes y algunos folios en una cartera de mano. Cruza la estancia en silencio y Don Julián lo observa intrigado. Cuando Alejandro llega a la puerta del dormitorio se detiene, su mano empuña el pomo, Don Julián no oculta su avidez, sus ojos brillan juveniles y emocionados.
−Aún te quedan dos horas para tomar una decisión definitiva −exclama el anciano−. Si regresas antes de las doce, y firmas el acuerdo, Cenicienta seguirá siendo Cenicienta. Llamaré para que me redacten los documentos que anulan nuestro contrato y firmaremos uno nuevo conforme a las nuevas disposiciones.
−No se moleste, Don Julián, sabe que ha ganado −contesta Alejandro sin llegar a darse la vuelta para volver a mirar a su verdugo− Volveré mañana temprano y continuaremos.
−Es imposible que gente como yo pueda perder en este tipo de juegos −concluye el millonario−: la gente como tú, como la gran masa humana, es adicta al placer y esa adicción os hace tan previsibles como lo es cualquier yonqui... Por cierto, antes de que te marches quiero felicitarte: por lo visto van a premiar tu reportaje sobre el drama de los refugiados esos... Mi más sincera enhorabuena

El periodista abre la puerta y sale a un pasillo amplio que concluye en una escalinata. Atrás deja a un Don Julián que, después de unos segundos mirando cómo se aleja su empleado, coge un periódico de la mesilla de noche y comienza a leer. De pronto se interrumpe, vuelve a mirar al pasillo, al hombre que se aleja, a la puerta abierta de la habitación. Parece contrariado, gruñe y oprime el llamador.

Alejandro ya está bajando la escalera cuando se cruza con Cecilia que acude a atender a Don Julián. La joven se ha cambiado de ropa, se ha maquillado y se ha peinado. El periodista enlaza la nueva imagen de Cecilia a la imagen del resto de muchachas que trabajan para el millonario. Ya se ha iniciado el proceso, masculla. Al mismo tiempo, se detiene, gira en el escalón y llama a la muchacha que casi ha llegado a la cumbre de la escalinata.

−¡Espera! −grita. Cecilia interrumpe su ascenso con la brusquedad de quien, tras una carrera, ha llegado al borde de un precipicio. Su expresión denota sorpresa cuando se gira para interesarse por Alejandro. Éste, sin permitirse un instante para dar explicaciones, comienza a hablar de forma atropellada−: Tienes que abandonar esta casa cuanto antes, Cecilia. No me conoces pero debes hacerme caso. Tienes que ir a la policía, yo te acompañaré, tengo una grabación que demuestra cuanto ocurre en esta casa, lo que hace y lo que pretende hacerte ese viejo. Apoyaré tu declaración, él habrá perdido y quedarás libre… No te ocurrirá nada, ¿comprendes? ¡No podrá hacerte nada jamás!

Cecilia sonríe e inclina ligeramente la cabeza, entrecierra los párpados y deja escapar una mirada lenta donde se van combinando incredulidad y diversión. Acto seguido, vuelve a ponerse en marcha, concluye su ascenso y se aleja por el pasillo hasta que Alejandro sólo percibe de ella el sonido de sus tacones. Después escucha cómo se cierra la puerta, cómo se inicia una conversación, cómo las frases se transforman en risas y cómo el viejo Don Julián comienza a toser una y otra vez mientras intenta dejar de reír. 

Entonces Alejandro recuerda el final de "The Godfather", se siente como si fuera Diane Keaton y uno de los secuaces de su marido le hubiese dado con la puerta en las narices. Él, Alejandro, al igual que la mujer de Michael Corleone, sabe que ha perdido algo más que el conocimiento de la verdad, sabe que ha perdido la posibilidad de mantener su propia mentira, el embuste que le permitía creer que era el hombre que siempre había querido ser.

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