Es paradójico esto que hacen nuestras ropas.
Tú piensas que yo, como un enamorado iluso, encuentro magia
en cualquiera de nuestros juegos. Pero, esta vez, en contra de mis costumbres,
he llegado a otra conclusión: lo de tu ropa y la mía, mientras permanecemos desnudos, resulta más contradictorio
que mágico...
Porque, si lo piensas, tan sólo nos vemos cuando permanecemos desnudos, nos descubrimos sinceros cuando nos habitamos desnudos, nos reímos de
nosotros mismos cuando nos existimos desnudos y, ante todo, somos osados y libres cuando nos enfrentamos desnudos.
Sin embargo, algo ocurre con nuestra ropa que, al vestirnos,
nos hace invisibles; nos hace desaparecer el uno ante el otro. Algo así como si nos cubriéramos, poco
a poco, con una capa tejida con medias, faldas, blusas, suéteres, calcetines, pantalones, camisas,
corbatas y chaquetas. Hasta que nada queda de ti porque tú, vestida, no eres
tú; hasta que nada queda de mí porque yo, vestido, no soy yo.
Nos corroe la prisa y la mecánica; nos disolvemos en las
alarmas, en la mugre, en las normas; nos desterramos de los tactos, nos caducamos
en los besos, nos licuamos entre los sexos para, ya imaginarios, tras
abrocharnos el último botón o atarnos el cordaje del último zapato, mostrarnos
visibles ante el mundo, opacos ante los otros, adaptados ante los demás.
Acobardados y rendidos ante nuestras rutinas y tedios.
Y ya sin poder reconocernos, aparecemos uniformados de nosotros
mismos, con esa cristalización irrompible, con esa turgencia de muro, con esa
costumbre de cárcel, de patíbulo, de abandono, que se inicia cuando el reloj suena y, al encender la luz, dejamos de estar desnudos y
comenzamos a ser prisioneros de cuantos nos ven más tarde, cuando nuestra propia ropa nos impide saber quiénes somos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA TU COMENTARIO
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados